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Columna
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Las uvas de la ira

Una librería también puede ser una forma de muerte dulce. Trabajar entre libros, recomendarlos, platicar sobre sus autores y contenidos, venderlos, bucear entre reediciones y fondos editoriales, recuperar títulos inmortales y reediciones imprescindibles, auscultar los gustos literarios de clientes y allegados en un ambiente de lomos, solapas y complicidades, es un declinar lento y placentero. Más llevadero que la de los fumadores de opio de la China colonial ilustrada por Hergé en Tintín y el loto azul. Pocas veces una librería es negocio. Pensar lo contrario es como comparar a Rita Barberá, verdugo de El Cabanyal, con Atila, rey de los hunos. Que no debió ser mal tipo pese a la época abrupta que le tocó vivir. Libros buscados y deseados se hallan en las librerías. No muy lejos de la comida para perros también se pueden echar a la cesta algunos volúmenes en los grandes almacenes, pero no hay lo mismo para elegir. Los autores deberían considerar al librero como su principal aliado, casi por encima del editor, otra figura imprescindible, pero con una relación más parecida a la del banquero: ligada al interés y al corto plazo. Los editores, salvando honorables excepciones, que las habrá, son capaces de secuestrar la obra que aún no alcanzó a sus lectores potenciales, porque la planificación obliga a atender nuevas emergencias. No está claro de quién fue la culpa de que el mercado literario adoptase transacciones más propias de hortalizas al por mayor. El sector editorial también sobrevive cautivo del presupuesto público. No tanto como la corporación financiera, pero tal cual ocurre en el resto de la economía soviética, digo liberalizada, pillar parte de la tarta ayuda a combatir la incertidumbre.

A lo mejor la crisis alumbra nuevos valores literarios. Después del crac de 1929, aquel donde los especuladores describían bellas parábolas desde lo alto del rascacielos hasta el asfalto, un tipo llamado John Steinbeck escribió Las uvas de la ira. Esperaremos a ver qué da de sí la cosa. De momento se impone la fantasía. Es aquí donde se ubica la literatura de la Generalitat, cuando sus administradores, por así decir, justifican los quebrantos relatados por la Sindicatura de Cuentas. Frente al estropicio de los parques temáticos -léase Terra Mítica-, se prima, dicen, la rentabilidad social ante la económica. O apelan al fundamento de las empresas públicas, que violan día sí, día también, cuando subrayan "el compromiso de políticas sociales con el fin de proveer servicios públicos, incentivar la productividad y generar empleo y riqueza". Solo les faltó añadir que combatirán el hambre en el mundo y el escarabajo de la patata. Otro con gran futuro en los monólogos de humor es el vicepresidente Vicente Rambla. Dijo, sin desencajar la mandíbula, que esa partida de donantes para la batalla del Ebro -40.000 euros en 2007- fueron aportaciones de la sociedad civil valenciana. Y que la guarida, perdón, la fundación de destino "defiende que haya agua suficiente". En Tinduf, le faltó precisar. Volviendo a la literatura, ¿habría ganado Steinbeck algún premio literario contemporáneo con la odisea de aquellos colonos atravesando los páramos de Oklahoma? Tal como está el negocio editorial, el tráfico de influencias y favores entre cofradías literarias, aquí lo tendría crudo. Pero hablábamos de librerías. La Moixeranga de Paiporta ha cumplido 30 años. Glòria Mañas la abrió en 1978 y sigue en activo. Entonces, como hoy, los mejores relatos siguen habitando en los libros.

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