Problemático, gruñón y genial
Gérard Depardieu cumple 60 años de brillantez artística y vida controvertida
En el caso de Gérard Depardieu (Châteauroux, 1947), la equidistancia entre el relumbrón artístico y el caos personal adquiere tintes de leyenda. La extraodinaria bestia cinematográfica es, con más de 150 películas a sus espaldas, uno de los grandes de la interpretación. También el dueño de una vida abrupta y caótica en el ámbito privado, una vida que ayer llegó al simbólico número de 60 primaveras.
Siempre le dio exactamente igual a Depardieu lo que el planeta pensara de él. Su romance con la actriz Carole Bouquet inundó en Francia las portadas de todo el espectro periodístico, pero él se limitó a amenazar por vía legal con querellas y por vía física con algún que otro insulto y puñetazo a fotógrafos y plumillas del corazón.
Es complicado encontrar en el cine europeo una interpretación de la sensibilidad artística de su Cyrano de Bergerac, un auténtico regalo que el actor francés hizo en 1990 al director Jean-Paul Rappeneau, y que le valió un premio César al mejor actor francés del año, nueve años después de haber conseguido el primero por su también excepcional creación interpretativa en la película El último metro. Otros premios cosechados por Depardieu fueron los de mejor actor en la Mostra de Venecia de 1985 (Police) y en el Festival de Cannes de 1990 (Camille Claudel), así como el Globo de Oro a la mejor interpretación masculina en 1990 por su papel en la película Matrimonio de conveniencia.
Amante de las mujeres más bellas y de las motos más potentes, del gran cine y del mejor vino, Gérard Depardieu llega a los 60 convertido en una leyenda viva, no sólo por sus dotes artísticas sino también por su vida atribulada. Gruñón, malencarado, un punto entrañable, díscolo y radicalmente libre en sus opciones personales, este señor ha sido carne de papel, a menudo de papel couché, y una auténtica pesadilla para casi todos los productores que lo tuvieron en nómina. Hace unos años, en mitad del rodaje de Asterix y Obelix (donde encarnó, como no podía ser de otra forma, al galo gordo que se cayó de niño en la marmita de la poción mágica), y pese a haber firmado un compromiso de no conducir motocicletas, se montó en una y se pegó un leñazo que hizo suspender el rodaje y sus entrevistas concertadas en Cannes. Fue multado y le dio igual. No le dan igual sus viñedos, en el centro de rancia, a los que ya, poco a poco, va dedicando más tiempo que al cine. Mantuvo una eterna disputa filial con su hijo Guillaume, fallecido en octubre. Nunca se reconciliaron del todo.
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