Pasa de largo
Más que de epifanía, la Navidad se ha vuelto un tiempo epitáfico. Ya he visto un belén estilo gótico, con un portal que parecía un garito del Hotel Glonde Krone de Transilvania, el recomendado por el conde Drácula. Como lema celestial, dos ángeles portaban la inscripción de la tumba del más sabio de los huraños, el griego Timón: "Maldíceme cuando quieras y pasa de largo". Este Timón era célebre, entre otras cosas, por haberse presentado en el ágora para informar de que tenía previsto talar su gran higuera, por si alguien quería ahorcarse antes de proceder a la tala. Un mecenas liberal. Cada vez se asocia más el tiempo navideño con una melancolía pesarosa. Se acude a los encuentros familiares con el ánimo congelado del pavo o del camarón. Muchos de los que pueden huyen, y aumenta un nuevo turismo misantrópico que pasea feliz su soledad por esa franja que, en términos astronómicos, podríamos denominar el frente de choque de terminación. Los discursos de las más altas jerarquías sólo parecen justificarse como un poder presencial, además de inspirar los números de la industria cómica. Las luces despliegan un climático resplandor culpable. Los villancicos suenan, con escabrosas excepciones, como un viperino reclamo comercial. Hay psicólogos que ya hablan del síndrome de Navidad. Tal vez siempre ha sido así. El mejor filme navideño es el corrosivo Plácido' (Berlanga y Azcona). La causticidad es uno de los pocos componentes auténticos de la fiesta. Mis dos abuelos tenían muy buena memoria. Por eso uno hablaba solo a menudo y el otro apenas hablaba. Recuerdo acompañar de niño por un camino de aldea, una Nochebuena, a este abuelo silencioso radical. Alguien se cruzó: "¡Feliz Navidad!". No respondió. Unos metros más adelante alzó los ojos al cielo y me pareció oírle: "¡Boh, boh, boh!". Ahora sé que lo que hizo fue comunicarse en scat cósmico al estilo magistral de Louis Armstrong: "¡Boop-boop-a-doop!".
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