El bálsamo
En un bar, un conocido me cuenta su última peripecia. Hace poco, una noche, recibe la llamada de su tía de Madrid, informándole de que su abuela se ha puesto repentinamente mal y ha sido ingresada con urgencia. Le pronostican entre unas horas y unos pocos días de vida. Conmocionado, deseando desesperadamente poder ver y despedirse de su abuela, a la que tanto cariño tiene, decide coger inmediatamente el coche y dirigirse a Madrid desde Donostia.
Hace el viaje de noche, solo, como en trance. De repente, atravesando algún punto de Castilla, hacia las tres de la madrugada, el coche dice no va más, algo falla, se para. Desesperado, busca una grúa, un taller, una tarea inútil a esas horas fantasmales. Consigue que alguien le ayude, llegan al pueblo más cercano, ha de esperar a que abran el taller, siente que está perdiendo unas horas preciosas, y no sabe además cuándo podrá retomar la carretera. A alguna hora del amanecer está en un garaje, parece que van a intentar repararlo. Todo va insoportablemente despacio. No lo sabe, pero intuye que su abuela habrá fallecido ya.
La alegría de vivir, aunque sea en pequeñas dosis, vence siempre los dolores del existir
Entonces, los ve.
En un rincón del sucio garaje, lleno de herramientas, neumáticos, automóviles desguazados, una gata acaba de dar a luz a varios gatitos. Insospechadamente, queda subyugado por el hermoso espectáculo. Se acerca, los acaricia, le embarga una ternura que le hace temblar, casi llorar.
Detiene su relato. Luego, termina diciéndome que llegó a Madrid a media mañana y todavía pudo despedirse de su abuela, que murió poco después. Pero esto me lo cuenta ya rápido, como de pasada, como si el momento culminante no fuera ése, sino el del inesperado paréntesis del garaje y de los gatos.
Y, ciertamente, pienso en las imágenes repentinas de belleza que nos asaltan de vez en cuando. ¿En cuántos gramos podrá aliviar el sufrimiento la visión de unos gatos recién nacidos en un garaje? Y en general, ¿en qué medida hará soportable el dolor, en esta insegura balanza, la intuición de un instante de belleza, sea el que sea? ¿Cómo podrá consolarnos de la insoportable impotencia de no poder construir un refugio seguro para las personas que amamos? Tampoco, por supuesto, para nosotros mismos.
En uno de mis muy literarios sueños, aparecía una persona que decidía acabar con su vida tomando una dosis de cianuro. Como imagina que el brebaje tendrá un sabor nauseabundo, abre el frigorífico en busca de algo que meterse a la boca al mismo tiempo, algo dulce, fresco, que contrarreste ese gusto amargo. Encuentra allí un melón pulposo, jugoso. Corta un trozo, lo mete despacio en la boca, lo saborea al tiempo que el cianuro, y se sienta en una sencilla silla de madera, en medio de la sala, a la espera de la muerte. Pasa el tiempo y sigue ahí, erguida, extrañada. Al cabo de las horas, no tiene más remedio que rendirse a la evidencia de que no se muere. Y sólo le cabe urdir una curiosa explicación: que el melón sea un antídoto del cianuro...
Ya en la vigilia, el sueño parece fácilmente descifrable: la alegría de vivir, aunque sea en pequeñas dosis (ese melón pulposo), vence siempre -hasta el acto final- los dolores del existir, y cada sufrimiento encuentra, en los rincones más insospechados de la vida (ese sucio garaje), su suave bálsamo. Un bálsamo, sí, como por caso, este olor de castañas, los villancicos cantados por niños, el paréntesis de este tiempo antiguo: ¡Feliz Navidad!
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