Lágrimas navideñas
Cuando es Navidad es fácil volver a ver Qué bello es vivir (1946). Es fácil: quiero decir que no es raro volver a disfrutarla llorando de emoción. Las televisiones la programan y los espectadores nos abandonamos a esa historia de buenos sentimientos. No hay que reprimirse. Para estas fechas, yo les propongo, sin embargo, otras lágrimas. Les propongo echar un vistazo a la última filmografía de Clint Eastwood. O, si ya la conocen, les invito a repasarla. Son dramas que nos conmueven, protagonizados por seres desvalidos, averiados, individuos que luchan y que nos ayudan a crecer, pues las de Eastwood son lecciones de abismo y enseñanzas de madurez. En El intercambio (2008), una madre pierde lo que más aprecia y con ella asistimos a un relato de dolor y muerte, de cicatrices, de empeños humanos. La he visto con la Navidad en puertas. Me he rendido a esta historia de obstinación, con esa fotografía deslumbrante que es un homenaje continuo a Edward Hopper. Pero, si me permiten, prefiero otra película aparentemente más tosca, una historia de boxeadores: Million Dollar Baby (2004). Un filme de desamparo, otra vez: quiero volver a verlo en estas fechas. No sé si me atreveré.
¿Una película sobre la eutanasia en Navidades? En aquel filme de Clint Eastwood, el suicidio asistido sólo era un dato más de una reflexión particular sobre el amor, sobre el dolor, sobre la culpa, sobre la soledad. Recuerdo cuando fui a verla el mismo día de su estreno: sin haber leído ninguna crítica, sin estar condicionado, sin saber exactamente qué historia nos contaba su director. Pude ver una película de boxeo, cierto, pero pude contemplar también un filme de esfuerzo, de abnegación, de humildad: la historia de una chica que quiere boxear y que necesita los servicios de un preparador, encarnado por un renuente y duro Clint Eastwood. A la postre, pude ver una película sobre las relaciones de padres e hijos. La disfruté conmocionado, llorando sin parar durante los últimos veinte minutos de metraje. ¿Llorando?
En Million Dollar Baby no estamos ante un melodrama o un folletín. Estamos ante una tragedia arrasadora: una embestida que despedaza la vida, una fatalidad que destroza una existencia y que frustra las expectativas, dejando sin futuro a una joven pugnaz, la boxeadora; pero desarbolando también al anciano baqueteado que sobrevive. El día del estreno, al ver dicha película y recordar casos familiares, yo hacía mohínes tratando de ocultar mi dolor, mi desgarro.
Pero las secuencias que más me conmocionaron no fueron aquellas en que la joven está inmóvil. Fueron otras imágenes más triviales: después de un largo día de hospital, después de acompañar a la boxeadora paralizada, el personaje interpretado por Eastwood regresa a casa. ¿Y qué se encuentra? Una carta devuelta al remitente, la misiva dirigida a su hija, una muchacha con la que no tiene contacto desde hace tiempo. Es una chica de la que no sabe nada en años: quizá por culpas del padre jamás saldadas. El padre, en efecto, no debió de ser ejemplar y es hasta probable que cometiera alguna crueldad por la que ahora paga: seguramente, una culpa inextinguible. Pero, ah amigos, cuando entrevemos su rostro, su dolor, su abandono..., cuando adivinamos la pena incurable, antigua, que revive ahora con su pupila pugilística, nos derrumbamos. Vaya pesadumbre. ¿Lágrimas fáciles, lágrimas navideñas? No: lloros propiamente humanos. No se repriman.
http://justoserna.wordpress.com/
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