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Reportaje:EN PORTADA | Reportaje

El largo viaje del pop español

Los adolescentes de la España de los años ochenta del siglo pasado tuvimos la fortuna de crecer, al contrario que los de décadas anteriores, con una banda sonora escrita a nuestra medida, en completa libertad y totalmente desinhibida. Fueron aquellos temas que hoy han alcanzado condición de clásicos, como Chicas de colegio, Déjame, Enamorado de la moda juvenil, Chica de ayer, Para ti, Bailando, La estatua del jardín botánico, Cuatro rosas, Malos tiempos para la lírica, Cadillac solitario... y decenas -centenares- más que han perdurado en la memoria colectiva.

Canciones surgidas de aquellas dos explosiones pop que fueron la nueva ola y la movida, y del talento efervescente de nombres como Mamá, Los Secretos, Nacha Pop, Loquillo (con y sin Trogloditas), Radio Futura, Alaska y Los Pegamoides (luego Dinarama), Las Chinas, Rubi y Los Casinos, Los Zombies, Gabinete Caligari, Parálisis Permanente, Aviador Dro y Sus Obreros Especializados, Alphaville, Esclarecidos, Derribos Arias, Siniestro Total, Paraíso, Golpes Bajos, La Mode, Pistones, Cardiacos, 091, Melodrama, Seguridad Social, El Último de la Fila...

La olla a presión juvenil estalló de tal modo que el ruido cruzó fronteras y la prensa internacional enfocó sus luces hacia Madrid
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En cualquier rincón del país, principalmente desde 1982, surgía un grupo. Era lo nunca visto, y hasta los medios masivos se hacían eco de una escena imparable, tan variopinta que iba del rock al pop pasando por el punk, el tecno o el rockabilly. Las estéticas -algunas algo tardías- se solapaban, peinados y maquillajes imposibles ponían la nota de color. La olla a presión juvenil estalló de tal modo que el ruido cruzó fronteras y la prensa internacional enfocó sus luces hacia Madrid, epicentro de todas las movidas.

Hasta la fortuna se cruzó en el camino de la escena pop, y la mayor emisora musical, gracias a un feliz enfado con la gran industria del disco, optó por dar apoyo a esos sonidos facturados esencialmente desde sellos independientes, logrando expandir la buena nueva entre oyentes que nunca habrían sintonizado el dial para escuchar a Jesús Ordovás -difusor desde Radio 3 de todo cuanto de novedoso surgiera-, creando éxitos que, a la postre, servirían para que algunos de esos pequeños sellos dieran el salto económico y que muchos imberbes aprendices de rockero se transformaran, de la noche a la mañana, en estrellas populares. Ciertamente, como afirmaba el programa televisivo de Paloma Chamorro, estábamos viviendo una "edad de oro".

Sin embargo, al avanzar la década, los nuevos creadores crecieron y se establecieron -llegó la consecuente, pese a tan temida en origen, profesionalidad-, aunque la mayor parte se quedó en el camino: muchos nunca lograron el éxito, y la necesidad acuciaba. Para algunos, todo fue sólo un divertido periodo juvenil, y llegado el momento cambiaron guitarra por corbata, regresando a la vida real. Los hubo que exprimieron hasta la última gota de talento en una docena de canciones inmediatas y la inspiración se despidió de ellos para siempre. Las drogas también pasaron factura. Los medios, una vez superada la sorpresa inicial, regresaron a sus cosas. Las discográficas independientes no dudaron en seguir las reglas del juego que marca el mercado. El público también sumó años, y con las responsabilidades familiares, los vinilos quedaron acumulando polvo en un estante o durmiendo en una vieja caja de cartón: cuando hay que pagar la hipoteca todos los meses y elegir entre comprar un coche o seguir al tanto de las novedades culturales, no hay duda: la automoción siempre gana.

Así que el oro perdió su brillo y las aguas volvieron a su cauce. El nuevo pop ya no era tan nuevo: a nadie sorprendía ya una guitarra eléctrica, un himno de tres minutos o un corte de pelo espectacular. En las fiestas de pueblo, los rockeros pisaban el mismo escenario sobre el que la noche anterior había taconeado la folclórica.

Pero injusto sería olvidar, por mucho que la movida fuera ancha y larga, que en aquellos años el primer heavy español se expande como mancha de aceite en las ciudades dormitorio con los sonidos que facturan Barón Rojo y Obús. O que Miguel Ríos, a golpe de Santa Lucía y Bienvenidos, lleva el rock a los grandes escenarios. O que un aplicado cantautor llamado Joaquín Sabina acaricia la electricidad mientras firma algunas de las mejores letras que hemos escuchado por aquí y empieza a ascender la rampa que le llevará hacia su propia leyenda. O que el nuevo flamenco, cimentado sobre la obra de Ketama, Ray Heredia y Pata Negra, deviene género masivo.

Definitivamente, la normalidad había llegado y España tenía una escena pop amplia y diversa, como no se había conocido en las décadas precedentes. Sí, porque aunque el legado musical dejado por los decenios de los sesenta y, principalmente, por el de los setenta, resulta incuestionable, debe ser visto de diferente manera.

Es indudable que el pop, desde comienzos de los sesenta, entró a formar parte del paisaje musical español -con enorme proyección popular en algunos casos-, pero no es menos cierto que al gestarse bajo la censura franquista, no fue en su arranque algo demasiado transgresor -el yeyé, se le llamaba-, mero vehículo para traducir éxitos foráneos o con el que componer canciones más o menos sentimentales, que eran las que menos problemas ocasionaban. Así, y pese a la existencia de formaciones tan solventes como Los Brincos, Los Bravos, Micky y Los Tonys, Los Relámpagos, Los Pekenikes, Los Canarios o Módulos, y pioneros solistas como Bruno Lomas o Miguel Ríos -de los escasos supervivientes del primer rock, quizá por su inconformismo y su capacidad para reinventarse -, el de aquellos años es un pop fruto de las circunstancias, en el que cuesta descubrir himnos generacionales -aunque los hay, como Soy así y Es la edad, de Los Salvajes-, la crítica social escasea -La escoba, de Los Sirex, es lo más aproximado- y en el que hay que esperar hasta 1968 para encontrar la primera muestra de rock netamente urbano, con Mi calle, de Lone Star. Detalle a tener en cuenta: los tres grupos son barceloneses.

Aquella década dejó sublimes melodías, enormes instrumentistas, inspirados vocalistas, pero canciones con poca fuerza poética y escasa intencionalidad, simplemente porque no hubo otra opción. Y aunque los actuales revisionistas de la historia quieran hacernos creer lo contrario, la dictadura de Franco no fue un tiempo feliz y en color: la cultura española de cuatro décadas se resintió de ello, y la cultura joven, sencillamente, creció vigilada, maniatada y amordazada.

Si de lo que se trata es de buscar textos de altos vuelos en aquellos años, hay que mirar hacia la canción de autor, especialmente a la nova cançó. Claro que sus integrantes se hacían acompañar por una guitarra española y no por una eléctrica. Aunque temas como Al vent o Air (diguem no), de Raimon, próximos estéticamente a Pete Seeger, quizá habrían sido rock de haberse compuesto en otra latitud geográfica, y las producciones de Lluís Llach y de Serrat, muy afrancesados ambos, deberíamos adscribirlas -aunque seguramente a ellos no les guste demasiado- al pop en cuanto a concepto musical. En cualquier caso, la canción de autor, fenómeno netamente español e hijo de su época, marcó la diferencia pese a que en sus inicios sólo llegara a universitarios, intelectuales u obreros concienciados e inquietos.

También hubo intentos para que lo cantautoril alcanzara al gran público -no, no vamos a recordar a María Ostiz y similares productos de club juvenil cristiano- con nombres como Manolo Díaz, compositor de éxito para grupos como Los Bravos y cantautor comprometido -años después ejecutivo discográfico- a finales de los sesenta. También Luis Eduardo Aute o Mari Trini, cada uno con sus influencias a la espalda, ofrecen su particular visión del pop de autor, aunque arreglos y producciones tienden a dejarse querer por fórmulas demasiado sobrias. Pero en ellos hay que buscar la semilla de uno de los fenómenos más interesantes surgidos ya en la década de los setenta, la tercera vía. Una suerte de folk-rock a la española que une textos cuidados con intuitivas soluciones musicales -que pueden pasar por la psicodelia, la escuela beatle o las formas del soft-rock californiano-, una propuesta apta para llegar al gran público pese a que pocas veces lo consigue: Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán (antes Solera) son el mayor exponente de este movimiento, uno de los muchos que dibujan el riquísimo paisaje del rock español en los setenta. Un tiempo en el que sí, el rock toma carta de identidad, aunque en muchas ocasiones con el inglés como vehículo de expresión.

Surgen grupos progresivos como Máquina o Smash, pero también cantautores hippies electrificados como Hilario Camacho o Cecilia, deliciosas anomalías como Vainica Doble o iluminados tipo Sisa y Pau Riba. Hasta Miguel Ríos bebe en el progresivo y a mitad de década adelanta el rock urbano. Y en Madrid, un productor visionario, José Luis de Carlos, captura las formas flamencas y las sitúa en la órbita soul en las aparatosas producciones que firma para Las Grecas y Los Chorbos. Mientras, Los Chichos y Los Chunguitos le dan a la rumba suburbial.

En el segundo tramo de los setenta, muerto Franco, el rock underground -con la ayuda de sellos como Gong, dirigido por Gonzalo García-Pelayo- se dispara en libertad y sin complejos, aunque sólo para iniciados, por las principales ciudades del país: Barcelona se aventura en la fusión del jazz-rock con ritmos populares y surge la onda laietana, con Companyia Elèctrica Dharma o Mirasol Colores. Un argentino que se hace llamar Gato Pérez recupera la rumba catalana a golpe de inspiración poética. Valencia aporta a la luminosa tríada del rock mediterráneo: Pep Laguarda i Tapineria, Remigi Palmero y Bustamante. Sevilla, desde 1975 y tras la defunción de Smash, tiene en Triana a los inspirados pioneros de un rock andaluz que se esparce entre humo de marihuana. Por el lado más festivo, pero igual de fumeta, Kiko Veneno con los hermanos Amador, pone en pie el primer disco de Veneno. Una abrasiva obra maestra que en 1977 pocos entienden, pero que, décadas después, los periodistas musicales encumbran al pedestal del mejor disco español de la historia. Tanto Veneno como los Amador ponen lo suyo para que Camarón se aproxime al rock en La leyenda del tiempo.

En 1977, de la mano del sello madrileño Chapa Discos, comienzan a grabar los grupos que conforman el rock urbano -Asfalto, Topo, Ñu, Leño, Cucharada-, formaciones que en algunos casos llevan años tocando en locales de la capital, pero que no logran grabar hasta entonces. Pero son el primer Ramoncín -que es lo más punk que se ha visto por aquí-, Tequila -rock juvenil directo-, Burning -rock macarra y de barrio-, el argentino Moris -que cambiará los esquemas poéticos del rock español- y la inicial Orquesta Mondragón -y su desmedido rock esperpéntico- el imprescindible puente que traza el cambio de década, la avanzadilla que logrará que los años ochenta no provoquen arritmias en una sociedad que despertaba con legañas en los ojos a la democracia.

Las mismas legañas que, inexplicablemente y salvo excepciones -Los Planetas, El Niño Gusano, Family, La Buena Vida-, parecieron cerrar los ojos en los años noventa de un movimiento indie que opta por cantar en inglés, como si la historia no sirviera de nada. Menos mal que Andrés Calamaro y Ariel Rot llegaron junto a Los Rodríguez dispuestos a recordarnos de dónde veníamos, aunque tanto les costó que el grupo murió en el intento. Y suerte también que Robe Iniesta dio forma a Extremoduro, iniciando un viaje que cautivó a legiones de seguidores, inconformistas peleones emocionados con esos versos escritos desde las entrañas de la vida.

La del rock español es, en suma, una historia a reivindicar, escrita en ocasiones con más voluntad que medios sobre renglones torcidos, casi siempre oculta, pero que ha dejado un legado discográfico valiosísimo, poco apreciado por un público desmemoriado, unos medios de comunicación con tendencia a jalear los sonidos anglosajones como exclusivos garantes de la modernidad y una industria discográfica que, en el mejor de los casos, ignora el inmenso tesoro que duerme en sus sótanos y al que sólo recurre para nutrir de contenidos a recopilatorios circunstanciales, y con la mirada puesta, principalmente, en la década de las luces, la de los ochenta. Impensable es imaginar cuidadas ediciones de luxe -siguiendo el modelo anglosajón, o las fastuosas integrales francesas- de las piezas maestras del pop y el rock español.

Sólo pequeños sellos como Rama Lama se empeñan, con sus voluntariosas (aunque feas) ediciones, en poner en manos del aficionado muchas de esas grabaciones de los sesenta y los setenta. O como hace últimamente Nuevos Medios, repescando algunas de las joyas mayores de su exquisito catálogo ochentero; o Subterfuge, que reivindica la independencia de los años noventa.

Casi cincuenta años después de que El Dúo Dinámico entrara por vez primera en un estudio de grabación -fue en 1959-, y cuando el soporte discográfico manejado en los dos últimos decenios se extingue, el legado del pop español sigue resultando misterioso, poco estudiado, admirado y respetado sólo por unos pocos.

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