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Columna
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La gravedad y la gracia

Dentro de pocos días, toca. La lotería de Navidad, digo. Toca el ritual de los niños cantores y toca, literalmente, con sus manos juguetonas la suerte a algunos pocos afortunados. Percibo esa fiebre que probablemente se azuzará con la crisis y hará aumentar los boletos vendidos; en todas partes, imagino, aunque España sigue estando al frente de Europa en consumo de lotería de Navidad. Sin contar con todas las quinielas y loterías que marean a la suerte a lo largo del año.

Se me ocurre que ese afán revela al menos un par de cosas sobre nuestra naturaleza. Por un lado, muestra la pervivencia de una mentalidad mágica. Porque, para mucha gente, la suerte no se percibe como algo puramente aleatorio, azaroso e incognoscible. Nada de eso: tiene que haber unos signos que la delaten. El vuelo supuestamente caprichoso de la suerte tiene que corresponder a alguna lógica, ha de haber alguna regularidad oculta en su apariencia caótica, alguna forma de poder descifrar ese código secreto. Tiene que materializarse en algunos números, los números de la suerte. Recordarán, por ejemplo, el edificio que se derrumbó hace unas semanas en Alcalá de Henares sin dejar, milagrosamente, víctimas mortales. Entre los heridos leves, una anciana de 98 años que sobrevivió varias horas bajo los escombros. Pues bien, una multitud de vecinos corrió a las administraciones de lotería para hacerse con las participaciones que acababan en 89, el número del portal del edificio derrumbado tan benévolamente. La suerte habría revelado, en ese incidente, uno de sus números tocados. Del mismo modo, hay gente que compra boletos con un número que se le ha aparecido en sueños, o con una cifra compuesta de fechas significativas en su vida.

Esta sociedad ha generado cada vez más fórmulas para poner en juego la ilusión de la suerte

Ese afán descifrador de la lógica de la suerte hace que las administraciones más solicitadas (como La Bruixa d'Or o Doña Manolita) sean las que en años anteriores hayan sido agraciadas con algún gran premio. Una vez más, la idea de que tiene que haber una regularidad, un orden, en el aparente capricho de la suerte. Y, efectivamente, tal vez toque otra vez en esos sitios, porque la creencia puede funcionar como una profecía autocumpliente: puesto que ahí se vende mucho más, estadísticamente tienen más posibilidades de ser tocados.

Hay otro aspecto revelador en toda esta cuestión, algo que tiene que ver con la gravedad y la gracia. Verán, contamos con dos modos (legales) de conseguir dinero, bienes, posición: trabajar y trabajar (ésta es la vía de la gravedad, del esfuerzo cotidiano, de la inversión sufriente en tiempo y energía) y tener suerte (la gracia, aquello que es liviano, alado, el don recibido sin esfuerzo, heredado o tocado de golpe). Nuestra sociedad está organizada en gran medida en torno al primer modo, al modo meritocrático. Sabemos que todo cuesta, que sin esfuerzo no se consigue nada. Pero, al mismo tiempo, esa misma sociedad ha generado cada vez más fórmulas (más sorteos, loterías y sucedáneos) para poner en juego la gracia, la ilusión de la suerte. La posibilidad de ser agraciado de pronto con un buen pellizco funciona para mucha gente como un motivo de ensoñación, como una válvula de escape ante la continua presión de la gravedad. La posibilidad de la gracia, dicho de otro modo, sirve para soportar mejor la gravedad. La pesarosa verdad de que todo cuesta, de que apenas nada es regalado.

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