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Sube un bilbaíno al monte Artxanda y...

Rincones de la renovada capital vizcaína en un paseo que evoca sus aromas a acero hirviente

Bajar por la Gran Vía desde Anoeta hasta El Arenal, dejar a un costado las calles que se asoman a la ría con sus antiguas naves fantasmales y vacías, pasar la plaza de Moyúa, sus hoteles y sus elegantes tiendas, seguir por la peatonal hasta alcanzar el puente que comunica con el Casco Viejo y sentir en el camino las sucesivas transformaciones; ya en un primer vistazo Bilbao exhibe su rudeza, su pasado de puerto industrial que evoca aromas de acero hirviente. Si San Sebastián hace pensar en una elegante señora francesa, Bilbao lleva en la sangre su estirpe de puerto británico, su historia sedimentada de altos hornos y astilleros.

En los últimos veinte años Bilbao se ha transformado completamente. No es la primera vez que le ocurre. Corría el último cuarto del XIX cuando la revolución industrial llegó a la villa. En la industria, en la población, en la cultura y en la banca, se produjo una transformación que la convirtió en una ciudad moderna. Centro de producción y de comercio, de generación de riquezas monetarias y culturales, pero también de los vicios que lo moderno acarrea: degradación vertiginosa de las condiciones de vida y trabajo, expoliación salvaje de los recursos naturales, extravío de las raíces en el hollín de unos tiempos que todo lo despersonalizan, que todo lo vuelven anónimo. Con la llegada de la Guerra Civil se frenó una parte del proceso, no la que atañe directamente a la actividad económica, pero sí la que hace al optimismo con que hasta entonces se venía desenvolviendo y al desarrollo cultural que traía aparejado. El papel de motor económico le duró todavía unos años, pero envuelto en la grisura de la época franquista. Con el advenimiento de la década de los ochenta ya ni eso le quedaba, sólo las ruinas de las industrias naval y siderúrgica, vestigios fosilizados de lo que un día fueron actividades calientes y ruidosas. Es a partir de esas ruinas que hay que reinventar Bilbao.

Estandarte de la nueva etapa es el edificio del Museo Guggenheim, erigido por Frank Gehry y abierto al público en 1997, y que simboliza la irrupción de la capital vizcaína en el futuro. Como si de nombrar épocas históricas se tratase, la era del acero dejó paso a la del titanio, que caracolea desafiante en las mil curvas de su fachada como grito de guerra de la inminente reactivación. Es casi imposible buscar alguna noticia que no le señale de alguna manera como respuesta al proceso de desindustrialización del cual se desprende. Junto a él y siguiendo la ría, se levantan otros muchos edificios nuevos que intentan impulsar la identidad de la ciudad. En toda el área de Abandoibarra -antes zona de astilleros- se está llevando a cabo una completa operación urbanística que prevé edificar un nuevo foco cultural y de negocios, enmarcado por el paseo en el que hoy la gente ya monta en bici o patina. Pasada la época de penurias, Bilbao quiere dejar atrás las fábricas y entrar de lleno en la nueva Europa.

Aún están allí, sin embargo, las calles del Casco Viejo. Junto a la iglesia de San Antón y al puente del mismo nombre se reparten las edificaciones que le vieron nacer. Barrencalle, Sombrerería, Tendería o Artecalle, en su día nombradas así por los gremios que las ocupaban, ofrecen hoy pequeños bares con buenos vinos y deliciosos pinchos: ¿qué tienen los pinchos vascos que son más ricos en Bilbao? En la calle del Perro está el Xukela; en la calle de Santa María, el Gatz y el Irrintzi, con pinchos de creación. Muy cerca, en Bilbao la Vieja, está el restaurante El Perro Chico, donde habitualmente comía el arquitecto Frank Gehry, y donde han cenado personajes como Oliver Stone, Dennis Hooper, Brad Pitt o Vargas Llosa. Un poco más allá se encuentra la plaza Nueva, un perfecto rectángulo porticado de 64 arcos en donde también es posible degustar las delicias locales.

Atravesando el puente de El Arenal se adentra uno en el ensanche y en la Gran vía, donde se encuentran los edificios más señoriales de la villa, la mayoría construidos en los años dorados de comienzos del XX. Hay locales, como el Museo del Vino, en donde sólo se sirven botellas enteras, y restaurantes con una estrella Michelin como el Zortziko, en Alameda de Mazarredo, y el Etxanobe, en el Palacio Euskalduna. Y también, por supuesto, buenos bares de pinchos como El Globo o La Viña del Ensanche en la calle de la Diputación, o el Bitoque, en Estraunza.

Bilbao se halla rodeado de montes. Cuenta un chiste popular que un día un lugareño subió al monte Artxanda, desde donde se ve todo el Botxo, y otro amigo le preguntó que qué estaba haciendo allí. Nada, respondió el primero, quería ver cómo se veía Bilbao sin mí. Así, entre el verde de los montes y la bruma cantábrica, se fue forjando su historia. Todas las ciudades tienen grabada en su fisonomía la forma de las transformaciones que las fueron constituyendo, pero en pocos sitios los contrastes parecen estar tan vivos, dejando a la intemperie su pasado y sus cicatrices. Junto con la Bilbao moderna que quiere surgir de las cenizas, puede sentirse aún el aroma de los hornos, el ruido de los astilleros que pugnan por no ser olvidados. Dios quiera que ningún plan urbano consiga borrarlos del todo, pues entonces sus bares dejarían de ser sus bares, y tendríamos ante nosotros una ciudad europea más, con casco antiguo y alrededores, pero sin esa fuerza oculta que le otorga la rudeza de su biografía.

» Javier Argüello es autor de la novela El mar de todos los muertos, editada por Lumen.

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Interior del bar Xukela, en la bilbaína calle del Perro
Interior del bar Xukela, en la bilbaína calle del PerroGonzalo Azumendi

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