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Columna
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Velas para un aniversario

Hoy se cumple el 60º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos. El tiempo no ha hecho sino aumentar su trascendencia. Por su influencia posterior, pero también por la maravilla del texto en sí, con un preámbulo intenso que deja traslucir el dolor de la II. Guerra Mundial y de las barbaridades que somos capaces de hacernos los humanos unos a otros, y con una lista de 30 artículos que constituyen la mejor definición operativa -ética, política, jurídica- de la dignidad humana que se haya escrito jamás.

Dignidad de todo ser humano, que está dotado de los mismos derechos, independientemente de su raza, sexo, nacionalidad, ideología, etc. La idea en sí es revolucionaria. Todas las sociedades tradicionales se han caracterizado por su estructura jerárquica: la desigualdad de condición y trato, social y jurídica, entre esclavos y libres, hombres y mujeres, aristócratas y plebeyos, fieles e infieles, se concibe como una desigualdad que tiene su origen en la esencia de las cosas, en una ley natural (o divina) inapelable. Hasta el siglo ilustrado no comienza a florecer verdaderamente un sentimiento de humanidad acompañado de una conciencia creciente de las posibilidades transformadoras de la acción social. Conciencia guiada por la novedosa percepción de que muchas desigualdades que se creían correspondientes al orden natural de las cosas, son en realidad discriminaciones socialmente construidas.

El propio éxito de la Declaración de Derechos Humanos es también a veces su cruz

La Declaración de 1948 no nace del descubrimiento de que la semejanza básica entre todos los seres humanos sea la de ser "iguales en dignidad y en derechos", sino más bien de que esa semejanza consiste en una común exposición al sufrimiento, la explotación y la humillación, agresiones de las que intentamos protegernos reconociéndonos mutuamente como seres dotados de igual dignidad y derechos. Así pues, no nos hermana tanto el hecho de ser "sujetos racionales", como el de ser "sujetos sufrientes". Es por ello por lo que se suman también, por primera vez, los derechos sociales y económicos (a la seguridad social, a la sanidad, a la educación, etc.) a los de la primera generación (derechos civiles y políticos). Porque las libertades individuales que garantizan éstos no son suficientes para que los más desfavorecidos puedan desarrollar una vida digna: se necesita, además, de un Estado social que ejerza una justicia redistributiva de bienes y oportunidades.

Hoy los tenemos tan incorporados a nuestro vocabulario que somos incapaces de formular ninguna reivindicación de justicia sin basarnos en ellos. Ése es ya, para empezar, un gran triunfo. Todos los que se lamentan de que los derechos "no se cumplen" no parecen apreciar este hecho: el de que ni siquiera cuestionen que se deberían cumplir. Ahora bien, su propio éxito es a veces también su cruz: como la lista de derechos (o de aspirantes a derechos) no ha hecho sino crecer desde entonces, ha aumentado también la confusión y la contradicción entre algunos de ellos, como sabemos muy bien en este paisito. Cuando ETA garabatea alguna justificación de sus crímenes, también habla, por supuesto, de derechos. Del derecho colectivo del pueblo vasco. Pues bien, la misma Declaración Universal es la mejor respuesta a tal entelequia: los pueblos no tienen dignidad, ni derechos. Y no sufren. Sólo los individuos que los componemos compartimos esos honores.

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