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Columna
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Treinta años de soledad

Cuenta García Márquez que en Macondo se puso a llover y no paró. Aburría la lluvia -creo recordar que duró cien días- y sólo a un personaje, al coronel Aureliano Buendía, que tenía la particularidad de vivir sin corazón, parecía no importarle. Pero lo peor no fue tanto el tiempo de constante lluvia, lo peor vino después: el moho que cubrió todo cuando las aguas desaparecieron dejó unas emanaciones malolientes de las que no había cómo escapar. Pero personaje sin corazón, en Macondo, sólo vivía uno.

En zonas de nuestra profunda tierra, donde tampoco ha dejado de llover, hay algo peor que el mal olor que pueda dejar las aguas tras su retirada; existe algo mucho más fétido y hediondo, que es el olor a cobardía. Le matan a Ignacio Uria y los testigos cercanos mencionan el luctuoso hecho como si hubiera fallecido en la cama de muerte natural, como si un frío se lo hubiera llevado, sin mencionar quiénes lo han podido matar ni por qué lo han matado. Y es que aquí viven muchos hijos de Aureliano Buendía sin corazón. La muerte de un perro hubiera merecido más calificativos valorativos que algunos de los escuchados en Azpeitia en los testimonios inmediatos a su asesinato.

La gente continúa de forma pornográfica su vida junto al cadáver de la última víctima

Acostumbrados al mal olor, hemos acabado conviviendo con él, sobreviviendo en la falsedad. Hasta la víctima parecía vivir con toda normalidad, porque no era consciente de la maldad de los que finalmente le han asesinado. No parecía ser consciente -elemento fundamental para empezar a ser libre- de por qué le podían matar los pistoleros de ETA. Al fin y al cabo, aquí nos conocemos todos, lo que no debiera ocultar (ni impedir pensar) que algunos de los que conocemos son unos desalmados asesinos. ¿O es que nos da vergüenza no ya decir, pensar siquiera, que aquí vive mucho criminal amamantado en una ideología criminógena y amparado, si no en el aplauso, sí en la indiferencia de la mayoría? Aquí sigue habiendo mucho miedo que hace cobardes y no debe olvidarse que Azpeitia, de ser un pueblo carlista por miedo a los jauntxos, hoy es pueblo batasunero por miedo a los de la ETA.

A Ignacio Uria le asesinaron en el desamparo que crean los que no quieren condenar a sus asesinos, ni siquiera mencionarlos. Es el desamparo en que se deja a las víctimas desde que con la llegada de la democracia se creyó y alentó (con falso criterio de lo que es realmente) que todas las ideas son respetables, incluidas las que conducen al asesinato, la limitación de la libertad y el desprecio al otro. Y la gente, que llega a creerse que todo es respetable y que, además, lo que sucede es consecuencia de un conflicto del que no se sale porque no nos dejan decidir, continúa de forma pornográfica su vida rutinaria y su paseo junto al cadáver cubierto con una sábana blanca.

El afianzamiento de los discursos liberticidas han conseguido incluso dar a las víctimas una apariencia de seguridad. Él era de aquí de toda la vida, vasco de más de cuatro apellidos, lo que estaba haciendo era para el progreso de Euskal Herria, pues nos va a permitir ir de un sitio a otro más rápido, y, además, daba trabajo a sus vecinos. Uria ignoraba en su soledad que eso no le servía de nada, que incluso le era perjudicial. Pues dar trabajo, comprometerse en una tarea de provecho, ser de aquí de toda la vida no son razones suficientes, sino todo lo contrario, ante la maldad de los asesinos, que el miedo y el discurso dominante difuminan. Y no, la Constitución, después de treinta años de vigencia, debería propiciar aquí la libertad, no la soledad del ciudadano.

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