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Columna
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Franco, aquel hombre

Surge el tema al socaire de un libro que está en todas o casi todas las conversaciones, dictado por la hija del general Franco. Aún no lo he leído y por deducible rebufo de su actualidad, quizás pueda aportar algo en torno a la personalidad del dictador, con sitio en la historia, que cada vez será más lacónico. El auténtico perfil de una figura relevante no se encuentra en los manipulados archivos, sino en las referencias de quienes la conocieron y trataron con cierta intimidad. Personalmente, creo que la mayoría de los ciudadanos, pasada la Guerra Civil y los duros años que la siguieron, se preocupaban más de la Liga de fútbol, de su trabajo y de las vacaciones en Levante que de quien salía en todos los Nodos haciendo casi siempre lo mismo. La política y sus consecuencias están pasadas de rosca y nada ni nadie vuelve atrás. Sin cuentas pendientes, vaya por delante que le tuve gran animadversión: primero, mi inicial fascinación juvenil por la figura de José Antonio Primo de Rivera, su vida y muerte. Algunos pensamos que no hizo lo suficiente para salvarle. Ulteriormente, desempeñando el oficio de periodista, desde una posición especial (la creación del semanario El Caso y otros), disfruté de un observatorio independiente. Padecí, como cada quisque, las arbitrariedades de la censura, inherentes a la situación y el omnímodo poder que duraba demasiado.

El dictador era un chismoso, ávido de conocer intimidades de la gente de su entorno

En dos ocasiones intenté ver a Franco. La primera, a raíz de dos viajes que realicé circunvalando el Mediterráneo en los buques autárquicos de una naviera bilbaína. Era la ocasión inicial, desde Lepanto, para que barcos mercantes españoles tocaran en aquellos puertos orientales. Fue el año 1947, vísperas del acabamiento de los protectorados europeos y la ocasión de que me castigaran con la prohibición de escribir, durante un año, por un artículo en Abc que dejaba en ridículo al ministro secretario, José Luis Arrese.

Arropado por los consignatarios de la naviera (NEASA, ya desaparecida), me creí un Lawrence de Arabia en rústica y entreví las enormes posibilidades de aquellos países que iban a emerger de un momento a otro. Eran clientes nuevos para una España aún estigmatizada por las potencias vencedoras e inédita para las emergentes naciones. El fervor patriótico y una injustificada soberbia se sobrepusieron a la antipatía y solicité una audiencia para pormenorizar el resultado de mis descubrimientos. No apuesten nada; ni la concedió, ni siquiera acusaron recibo de la solicitud. Semanas después concluía el castigo, me reincorporé al oficio y luego inventé, por casualidad, El Caso y lo que más tarde vino.

La segunda intentona, muchos años más tarde, sabedor de que el inaccesible sátrapa podía ser abordado en sólo dos circunstancias: cuando navegaba en el Azor, desechada, o durante una cacería. Aunque no soy tirador, era invitado con frecuencia a estas partidas cinegéticas, en parte porque no disputaba puesto alguno en el sorteo. Supe que mi amigo de la niñez, Alfonso Fierro, ofrecía unos ojeos, a los que estaba invitado Franco. Le pedí que me convidara, asegurándole un discreto y respetuoso comportamiento, pero dos días después me comunica que, enviadas las listas de participantes al palacio de El Pardo, por razones de seguridad, no era posible enmendarlas. Creo que fue la última vez que Franco disparó una escopeta. La idea me la había dado el abogado y opositor Villar Arregui, que había solicitado el mismo favor de otro de mis mejores amigos, el marqués de Paúl, y lo consiguió, en la finca Los Llanos, de Albacete.

Parece claro que Franco no necesitaba hacer amigos, por ser lo que era: un militar de alta graduación que vivía en un palacio -igual que tantos otros capitanes generales- y que en vez de mandar una división, lo hacía en un país entero. Desaparecida la mayor parte de los testigos, no constituye indiscreción reproducir alguna anécdota representativa y original, ya que, en estas actividades rara vez le acompañaba su esposa, ni su hija, perdigoneada por Fraga, y el yerno, mediano tirador.

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El espacio de esta tribuna es breve y traeremos algunos recuerdos la próxima semana. Por hoy, la faceta poco conocida es que persona tan detestada y temida era, como tantos, un chismoso, ávido de conocer intimidades de la gente de su entorno, cotilleos de alcoba y avatares de cuernos. Así, como suena.

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