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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

La tragedia de Fatty

Jerry Stahl se mete con sarcasmo y piedad en el corazón de Roscoe Arbuckle para contarnos la crucifixión del monstruo

Carlos Boyero

Me cuesta un esfuerzo titánico aunque de resultado inútil recordar la última película en blanco y negro que he visto en televisión. Los lúcidos y pragmáticos estrategas del cotarro hace demasiado tiempo que declararon apestado a ese cine, responsable de las historias más hermosas que me han contado en imágenes. Incluso descartaron la posibilidad desdeñosa de ofrecerlo en horas pálidas de la madrugada, para consolar a insomnes, nostálgicos y zumbados, para rellenar esas horas muertas con un producto obsoleto. Estoy hablando de películas sonoras. Plantear que las televisiones tendrían la obligación estética y moral de exhibir alguna vez cine mudo, de descubrirles a los niños y a la gente joven que nadie ha poseído en la historia del cine tanta gracia, profundidad, capacidad inventiva, imaginación visual, lirismo y genio en estado puro como Buster Keaton y Charles Chaplin; que la más conmovedora historia de amor, de culpa y de redención la filmó sin necesidad de palabras un individuo llamado Murnau en Amanecer, puede plantear alarmas sobre la salud mental del demandante o considerarle directamente como carne de frenopático.

El remedio es privado, guardando la obra completa de los más grandes en DVD, disfrutándolos incansablemente en soledad. Pero Chaplin (aunque éste tuviera frecuentes tentaciones de melodrama y triunfante vocación de trascendencia desde que el enloquecido universo de los cortometrajes se le quedó pequeño) y, sobre todo, el surrealista Keaton pretendían hacer reír. Y la comicidad es algo de lo que se disfruta plenamente al compartirla con los otros, en una sala oscura, con algo que está acercándose a la categoría de abstracción o de anacronismo y llamado público de cine. Cualquier notario podría jurar que el tipo del bigote y del bombín y el determinista que jamás reía en la pantalla han provocado carcajadas en los críos de cualquier generación. Dudo que los niños actuales tengan el menor conocimiento de El maquinista de la General ni de La quimera del oro, a no ser que sus cuidadores pertenezcan a la cinefilia pura y dura. Y es trágico que el obsceno mercado les prive de algo tan gozoso, que los talentos más grandes, comerciales y populares que ha dado el cine sufran el olvido, que haya que rebuscar en el museo de la arqueología para que los niños sepan que existieron.

Si desconocer la obra de los anteriores supone una carencia intolerable, también tuvieron colegas que donaron risas y sensaciones de antaño y de los que ya sólo tenemos conciencia de que existieron por los datos de las enciclopedias. Hubo un hombre monstruosamente gordo y con rostro de bebé que llenaba los cines, no para reírse con él, sino para reírse de él. Fue el más famoso, el más rico; su elefantiasis, su aparente ingenuidad y sus milagrosas acrobacias poseían imán para los espectadores. Se llamaba Roscoe Arbuckle, pero todo dios se refería a él con el lógico apodo que él más odió desde niño: Fatty. Este fetiche tan amado por la cultura popular se convirtió en la bestia más odiada por la opinión pública, en el chivo expiatorio de una industria triunfadora, de un nuevo y licencioso rico con el que el puritanismo tenía que ajustar escandalosas cuentas.

Kenneth Anger derramó escritura brillante, venenosa y cínica sobre las ancestrales miserias, doble moral, hipocresía, sumisión a las apariencias y cloacas de Hollywood en Hollywood Babilonia. Jerry Stahl, en su espléndido y conmocionante libro Yo, Fatty, se mete con excelente documentación, sarcasmo, y piedad en la piel, en la cabeza y en el corazón de Roscoe Arbuckle para contarnos la crucifixión del monstruo, del orgiástico que viola y mata en San Francisco a una actriz supuestamente virginal. Busca desde una infancia atroz las raíces de un íntimo y eterno calvario, las de alguien que siempre estuvo profundamente solo y dolorido, etiquetado como una bestia de feria, profesional de la supervivencia más sórdida que alcanza el éxito por conjura entre el azar y un talento exótico, alguien que descubrió demasiado pronto que el alcohol y la heroína eran la insustituible anestesia para el sufrimiento, la frustración y la soledad.

El dipsomaniaco irreparable, el yonqui rico y perseverante, el resignado a la humillación, el eterno y amargado impotente, el admirado pero nunca deseado, el bufón que siempre recibía las hostias, el hombre al que nunca le importó la oscuridad pero durante toda su vida tuvo miedo a estar solo, el brutalmente satanizado por algo que no cometió (aunque intentara reanimar a la desmoronada Virginia Rappe con algo tan explícitamente sexual como introducirle en el coño el cuello de una botella) encuentra en su biógrafo Jerry Stahl al más lúcido abogado de un patético diablo.

Y descubres lo fácil que le resulta al público transformar la idolatría en odio, lo bien que amortizaron los periódicos de Hearst con calumnias, medias verdades y sensacionalismo la tragedia de Fatty, el repulsivo protagonismo de la censura a través del Código Hays, la manipulación, el abandono y la mierda que echaron los magnates de la Paramount sobre su gran inversión en Fatty para evitar que el estigma perjudicara al negocio. Pero también la fidelidad de Buster Keaton y de la muy perdida Mabel Normand hacia el apestado.

Mack Sennett, el inventor de la Keystone, de las persecuciones y las tartas en la cara, descubridor de Fatty en el cine, le explicó una vez a su explotado protegido su teoría sobre la comedia: "Yo creo que una comedia es cuando tú te caes en una zanja y palmas. Tragedia es cuando a mí me sale un padrastro en un dedo. Todo se reduce a la naturaleza humana, Arbuckle. Es algo natural que a la gente le encante ver que lo malo empeora". Fatty lo aprendió tarde. Todo fue ruina y desolación después de que le acusaran. Que le declararan inocente sólo sirvió para prolongar su infierno terrenal. Como otros pocos, pagó por todos.

Yo, Fatty. Jerry Stahl. Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2008. 320 páginas. 20 euros.

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