Crisis, consumo sanitario y copago
Entre los efectos de crisis económica, es previsible que el sistema sanitario público no pueda asumir, con la financiación actual, el coste de los servicios que proporciona a la población. Frente a esta situación, lo primero que se nos ocurre es conseguir más dinero. Y si la Administración pública no dispone de él podemos pedirle que aumente la presión fiscal, lo que en tiempos de recesión puede ser del todo inconveniente para la marcha de la economía. Pero cabe también considerar un aumento selectivo de impuestos, por ejemplo los que gravan el consumo de alcohol y de tabaco.
Ello implica incurrir en una contradicción, puesto que, si desde el punto de vista de la promoción de la salud pretendemos que se reduzca el consumo, fiar la obtención de recursos a los impuestos del consumo no es lo más adecuado. Nótese que el aumento de estos impuestos es una buena medida sanitaria porque limita el consumo en las personas menos pudientes, pero cuanto más éxito sanitario se consiga, menos se recauda para la sanidad pública.
Otra alternativa es que los usuarios se corresponsabilicen del consumo sanitario aportando una parte del coste, algo que ya ocurre con los medicamentos. En este caso, el consumo se convierte en un complemento financiero que ayuda a afrontar los gastos. El supuesto de que se parte en cualquiera de las situaciones comentadas es que el consumo sanitario es adecuado o que, aun no siéndolo, modificar los patrones de consumo actuales no es factible. Se trata de una premisa por lo menos discutible porque la utilización de los servicios sanitarios públicos en España está entre las más altas del mundo, lo que no impide que algunas enfermedades se traten tarde. Es más, probablemente lo facilita, debido a la saturación de los dispositivos asistenciales, con lo que esta utilización, lamentablemente, no siempre contribuye a mejorar la salud de los consumidores.
En buena lógica pues, conviene analizar cuánto consumo sanitario es inapropiado y cuánto es atribuible a intervenciones de escasa eficiencia, que además pueden producir efectos adversos sobre la salud de las personas. Y plantearnos si mantenemos su financiación con recursos públicos o introducimos limitaciones al consumo inapropiado e ineficiente. Una decisión de este calibre supone modificar las reglas del juego actuales, por lo que requiere un pacto, acuerdo o contrato social nuevo. De ahí que la ampliación del copago no sea la solución; sin despreciar el potencial efecto disuasorio comprobado en determinadas situaciones. El copago tiene un efecto disuasorio positivo cuando reduce el consumo poco apropiado, pero puede ser perjudicial cuando disminuye la demanda de atención de problemas serios, puesto que el efecto limitativo opera de modo diferente según la capacidad adquisitiva de las personas.
Por otra parte, las causas de este consumo inapropiado no se pueden atribuir solo a la actitud y el comportamiento de los usuarios del sistema público, aunque debe reconocerse la iniciativa de una parte de ellos en el consumo abusivo. Es indispensable una decisión explícita de los profesionales responsables de la prescripción de las intervenciones médicas. Y aunque se comprende que la presión de la demanda influye en quien tiene la responsabilidad de prescribir fármacos, pruebas diagnósticas, interconsultas, intervenciones quirúrgicas, etcétera, otros factores influyen también y de modo más decisivo.
El crecimiento de nuestro sistema sanitario -que supera ya el 8% del PIB, dos terceras partes del cual corresponden al sector público- ha tenido efectos muy positivos sobre todo en cuanto a la accesibilidad a los servicios asistenciales. Sin embargo, una porción de este consumo no se adecúa a las necesidades sanitarias reales ni, tampoco a las posibilidades que tienen los servicios sanitarios de influir benéficamente en la evolución de los determinantes sociales de la salud y la enfermedad.
La crisis económica actual podría ser una oportunidad para reorientar la dirección del sistema sanitario y reequilibrar su composición, dando más importancia a los factores comunitarios que ejercen una notable influencia sobre la salud y las enfermedades. Eso es algo que difícilmente se puede conseguir exclusivamente desde el sistema sanitario, cuya dinámica de crecimiento predispone a anteponer los intereses sectoriales a los del conjunto, sino que demanda un nuevo compromiso social de todos los sectores implicados en la salud.
Con todas sus limitaciones, los servicios de atención primaria y los de salud pública son los que mejor podrían contribuir a esta reorientación. La perspectiva de la salud pública permite, además, establecer alianzas con los distintos agentes sociales. Replantearse las prioridades y redistribuir el gasto sanitario, mediante un decidido impulso de la salud comunitaria, fortaleciendo la atención primaria y desarrollando los servicios colectivos de protección y de promoción de la salud, no es un problema económico, sino político. Una situación como la actual tal vez nos permita discriminar mejor las necesidades sanitarias y promover una forma de entender la salud que contribuya a disfrutar una vida más plena.
Andreu Segura es responsable del área de salud pública del IES y preside la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS) ( andreu.segurab@gencat.cat)
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