Juan Marsé
Cuando llegué a la universidad, no lo había leído. Entonces, yo, como muchos españoles de mi edad -ya sé que otros no, que ellos eran lumbreras desde pequeñitos-, padecía una grotesca variedad de la estupidez, que me impulsaba a oponerme por principio a la cultura española. Como el franquismo envilecía cuanto tocaba, creía mantenerme al margen al opinar que los creadores nacionales eran mediocres, provincianos y, sobre todo, sospechosos de oscuras connivencias con la dictadura. Así de tonta era yo, así de equivocada pasé la adolescencia, hasta que unos años después, casi por azar, descubrí, entre otros autores de su generación, a Juan Marsé, y sus libros me cambiaron la vida.
No se puede escribir desde la nada. La literatura es una tradición, y escribimos porque otros han escrito antes, y para que otros escriban después. Pero Marsé es mucho más que mi tradición literaria. Libros como Un día volveré, forjaron también mi conciencia cívica, mi compromiso político, y me enseñaron quién era yo y en qué país vivía. En sus páginas aprendí a colocar bien los adjetivos, pero también a dejarme llevar por la emoción, esa emoción oscura y ambigua, tierna y cruel, honda y, sobre todas las cosas, verdadera, que palpita en la mirada confusa de unos niños que juegan en la calle y miman sus secretos, exóticas postales del extranjero que son la libertad, la puerta imaginaria por donde escapar de la implacable sordidez de una realidad que termina atrapando por igual a las bellezas de barrio teñidas de rubio platino, y a los viejos revolucionarios incapaces de mantener vivos sus sueños.
El Premio Cervantes no ha reconocido sólo la trayectoria de un escritor enorme. Para mí, y para otros novelistas de mi edad, Juan Marsé ha sido también un maestro imprescindible. Si no lo hubiera leído, quizás nunca habría llegado a escribir. Bendito sea.
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