Maravillas prenavideñas
Las lucecitas de cada Navidad ya están ahí, como si nada ocurriera. No es mala cosa que sigan ciertas rutinas: miro esas bombillas y, por primera vez, pienso en los puestos de trabajo que las avalan. Admirémoslas solidariamente, respetémoslas como símbolo: pronto podrían pasar a ser una memorable antigüedad. "¿Recordáis aquellos tiempos en los que se tiraba la casa por la ventana y se iluminaban las calles para estimular el alegre ritual de compras navideñas?", pueden decir, dentro de unos años, los que hoy son jóvenes. ¿Demasiado pesimista? ¿Tendrán las jóvenes generaciones la suerte -el privilegio- de los que hemos vivido tanto tiempo sin guerras, sin inflación y, como ha escrito mi querido Lluís Bassets en su estupendo blog, sin darle a la "máquina de hacer dinero"?
Cada ciudadano con algo de dinero suelto en el bolsillo es una ONG. Emocionante: ¡consumir para salvar el mundo!
En 1990, durante un viaje a Estados Unidos, oí por primera vez la terrible frase "nuestros hijos vivirán peor que nosotros"; la dijo un solvente profesor con el que hablé en Washington y no entendí su significado hasta bastante después. Entonces acababa de caer el muro de Berlín y la revista Fortune titulaba su número de enero con un despampanante 'Ecology is business' ('La ecología es negocio') como si se diera por hecho que la industria del armamento tenía los días contados y el dinero debía situarse en un lugar más provechoso.
El profesor de Washington sabía lo que estaba en juego. Mientras el talento de los jóvenes buscaba su ubicación en el mundo, la industria del armamento -un pozo sin fondo en el que los estadounidenses derrochan aún más de 600.000 millones de dólares anuales, más de la mitad del gasto global en armas- florecía en todas partes. Parecía, aquí también, que éramos muy ricos. Todos lo creímos así; las luces, por Navidad crecieron y sucedieron toda clase de milagros consumistas. Así han pasado casi 20 años, hasta toparnos de bruces con la insólita realidad de que estamos en crisis y la frase de aquel profesor de Washington en 1990 ya la comparte mucha más gente. Incluso oí, hace unos días, al consejero de Innovación, Universidades y Empresa, Josep Huguet, decir algo parecido.
Todos saben -¿cómo ignorarlo?- que la crisis crea una enorme deuda con el futuro, pero eso no impide, al parecer, que los milagros no sólo continúen, sino que aparezcan como realmente extraordinarios a los ojos de los legos en los misterios económicos. Hete aquí que no hay un duro pero, ¡hale hop! aparecen 700.000 millones de dólares por aquí, 200.000 millones de euros por allá, bancos rescatados, operaciones mágicas: unos rusos -es tan sólo un ejemplo- pretenden comprar sin dinero parte de una empresa energética española. ¡Y todo eso se toma en serio!
Las mareantes cifras que aparecen de la nada, esgrimidas por los gobernantes de Estados Unidos y de la Unión Europea, son una dura competencia a las iluminaciones navideñas de nuestras ciudades: nuestros ojos se deslumbran sólo con imaginar tales cantidades. ¿De dónde sale tanto dinero?, incómoda pregunta para quienes constatan que estamos en pleno trance de venir a menos. Y otra peor: ¿adónde va esa montaña de euros y dólares? ¿Alguien lo sabe? ¿Servirá para que consumamos más esta Navidad? ¿Cuántas fábricas podrían funcionar a tope con tales cantidades? ¿Cuántas familias tendrían su vida resuelta con una gotita del milagro dinerario prenavideño?
La demagogia es una tentación inevitable cuando las dimensiones de la magia económica a la que asistimos nos desbordan. Los ciudadanos, la calle -esa Main Street de la que habla el presidente electo Obama para contraponerla al muro selecto de Wall Street- no vive de lo inabarcable, sino de lo real y cotidiano. Y la cábala, la especulación, el miedo, crecen cuando las preguntas que dejan tales hechos sólo tienen respuestas tan voluntaristas, imaginativas e insistentes como ese "consuma usted para garantizar los puestos de trabajo" que dejó caer el otro día el presidente Montilla en el Parlament. El presidente no inventa nada, el primer ministro británico, Gordon Brown, es el primero que ha lanzado una agresiva campaña a favor del consumo.
Cabe deducir que consumir ya equivale a lo que, en otros tiempos, llamábamos obra de caridad, de lo que se desprende que cada ciudadano con algo de dinero suelto en el bolsillo es como una ONG por sí mismo. Emocionante: ¡consumir para salvar el mundo! ¿Cambiamos de móvil cada semana para empezar? Hasta ahora sólo Luciano Benetton -el primer hombre que se atrevió a aparecer desnudo en un anuncio en 1993- se había atrevido a aconsejarnos algo parecido: "¡Vacía tus armarios!", imploraba, ordenaba, con un único fin: volverlos a llenar inmediatamente.
Agrupémonos todos ante las inimaginables maravillas que ofrece esta Navidad. Celebremos el fin de una época desmesurada y excesiva que requiere con urgencia un cambio en las reglas de juego. ¿Cómo crear trabajo? ¿Cómo crear energía barata? El talento humano da para esto y mucho más. Los jóvenes no merecen que hipotequemos más su futuro.
m.riviere17@yahoo.es
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