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Columna
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Los glaciares adyacentes

Para tratarse de personas presuntamente célibes, las regañinas que cada vez con mayor frecuencia lanza la jerarquía católica a su rebaño, ya se trate de churras o de merinas, se parece demasiado a esas broncas familiares en las que los padres se echan en cara mutuamente la acusación del ya no me quieres como antes, ante la mirada estupefacta de una progenie menuda que apenas si conserva en su memoria alguna muestra de cariño de esa pareja de extraños que no tiene más remedio que aceptar como padres. Se trata de gentes así como disfrazadas de un carnaval perpetuo que nos prometen toda clase de dichas eternas una vez que ya no proyectemos sombra pero que mientras tanto se ocupan sobre todo de la desdicha de sus constantes regañinas.

Hace algunos días, en estas mismas páginas aparecía un magnífico reportaje sobre las relaciones entre literatura, esa ficción deliberada, y la ciencia, donde se describía el asombro ante la escasez de autores literarios provistos de alguna noción acerca no ya de los hallazgos científicos de última generación sino de los supuestos mismos de la actividad científica. Me pareció más una constatación que un reproche, aunque habría que detenerse más en lo segundo que en lo primero para comprender hasta qué punto esta Iglesia que por tradición geográfica nos toca (no diré, por educación, qué es exactamente lo que nos toca; pero añadiré que así como Borges decía que la democracia es un abuso de la estadística, no me responsabilizo para nada de haber nacido aquí en lugar de en cualquier otro sitio) opina sobre todo lo que le viene en gana sin parar mientes en que las creencias se viven pero no se imponen mediante una tétrica evangelización ni en que hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que contempla su maniática de clérigos. Con lo a gusto que estarían en el mundo si el mundo estuviera algo más a gusto con ellos y ellos con ellos mismos. Pero el sufrimiento es el sufrimiento y Jesucristo su profeta, de ahí que la imagen más dolorosa, la de la efigie del sadismo de su crucifixión en vivo y en directo, presida tanto los funerales de Estado como la toma de posesión de las autoridades civiles, por no mencionar esa patología psicótica de inquietar a los escolares que intentan aprender matemáticas contemplando el famoso crucifijo y sus numerosas y más o menos artísticas versiones que pende de la pared encima de la tarima.

Más allá de esos engorrosos detalles sin importancia, también los clérigos ensayan su oportunidad de hacerse con las facultades de Medicina, como bien se ha visto aquí en una clarividente muestra del respeto de la Iglesia por la ciencia y su firme determinación de hacer una medicina buena, y no como esos malvados médicos que liquidan sin compasión a los vejestorios hospitalizados que no hacen más que incordiar con sus achaques terminales. De ahí también que el arzobispo de Toledo, monseñor Cañizares, haya dictaminado que la sociedad española "está enferma, muy enferma", por abandonar los dictados de Dios y de la Iglesia verdadera. Unos dictados un tanto estrafalarios puestos en boca de alguien a quien nadie tiene el gusto de conocer y que jamás se ha dejado caer por una iglesia. Así las cosas, y dado que no consta que el tal Cañizares sea médico de profesión, no es exagerado suponer que ese prelado, como tantos otros, está enfermo y que le convendría hacérselo mirar antes de darnos la monserga ante los micrófonos, en los papeles, en la pantalla o en la intimidad de su conciencia, si el delirio, gracias a Dios, se la conserva todavía.

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