Roca
"La única luz de luna, en noche de color sencillo", escribe el poeta estadounidense Wallace Stevens (1879-1955) en su último libro de versos, La roca (Lumen), traducido al castellano en una excelente versión de Daniel Aguirre, "como un simple poeta que en la mente da vueltas / a la igualdad de su variado universo, / brilla sobre la mera objetividad de las cosas". Uno de los mejores y más exigentes poetas del siglo XX, Wallace Stevens, lijó las brillantes virutas ornamentales del poema para, cual un nuevo Cézanne, quedarse con la osamenta del paisaje, que es una forma extrema de recuperación de su concentración irradiante, enterrada por visiones preestablecidas, donde chisporroteaban animadas salpicaduras cromáticas. La agotadora búsqueda de esta nueva luz no hollada mediante el único recurso de "la pobreza de sus palabras" transportó a Stevens a un severo despojamiento de lo que no era el núcleo de la visión poética. "Es desvelar la presencia esencial, digamos /", escribe como pensando en Cézanne, "de una montaña, extendida y elevada casi / a un sentido, un objeto menos: o bien / desvelar en la figura que aguarda en el camino / un objeto más...". Una labor, pues, apurada hasta la germinativa nada luminosa.
En La roca el Stevens final convoca los restos de su honda y dilatada experiencia y, enfrentándose al crepúsculo, confiesa que la imaginación se ha convertido en un saber inerte: "Se hace difícil hasta elegir adjetivo / para este simple frío, esta tristeza sin motivo. / Se ha convertido la gran estructura en una casa menor. / Ningún turbante pasa por los suelos disminuidos". Pero, y esto es lo escalofriante de la decantación del viejo poeta, unos versos más adelante, añade: "Sin embargo, la ausencia de la imaginación tenía / también que ser imaginada". Ardua labor interminable, la del escueto vate terminal.
En los siete últimos poemas de La roca, entre los que está el que da título al libro ("la roca es la morada de la totalidad"), Stevens no hace sino refrendar el sentido de la experiencia artística, "... un propósito, vacío / acaso, absurdo acaso, pero al menos un propósito, / cierto y más nuevo cada vez. Ah, cierto, desde luego...". Es la certeza de quien ha vislumbrado el brillo de la realidad y de quien ha comprendido que su expresión exige cada vez un nuevo alumbramiento del mundo. Extenuante labor, pues, que no permite que los nombres del mundo no estén atados por un sentido, todo lo vacilante y esquivo que se quiera.
En el poema 'El planeta sobre la mesa', Stevens afirma que no es importante que los versos sobrevivan, sino que "mostraran algún cariz o rasgo, / alguna holgura, siquiera a medias percibida..., / del planeta del que eran parte". Y en el último verso del último poema, simplemente apunta: "Era como conocer otra vez la realidad". He aquí cómo la obstinada labor artística convierte al poeta en una refulgente y desnuda roca.
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