¡¡Bizancio!!
Los indicios son claros: me estoy haciendo mayor. Cada vez me gustan más las exposiciones donde haya cosas que estén pensadas para llevarlas cerca; para darles besos y abrazarlas; objetos a los cuales apelar cuando la espiritualidad flaquee o aceche la tristeza -qué cosas se me ocurren: si es sólo arte-.
Peor aún: cada vez me gustan más los objetos bonitos, que hablen de civilizaciones extinguidas, que rememoren vidas de princesas cultas o de hombres sabios con todo el tiempo para pensar. Lo confieso: últimamente me apasionan los oros y no creo que sea a causa de la crisis financiera. Por las noches sueño insaciable con San Marcos de Venecia y más grave: pierdo la cabeza por Bizancio.
Sé que son asuntos que es mejor no confesar, sobre todo en los tiempos que corren; que conviene callarlos. Bizancio tiene una fama pésima, por no hablar de los dorados y la espiritualidad. Lo advertía Voltaire, siempre con las ideas tan claras, el pobre, sumergido en ese proyecto absurdo, la Enciclopedia, que aspiraba a nombrar el mundo entero a costa de reducirlo a documento. Cuánto desprecio hacia una cultura sumergida en polémicas sobre temas teológicos y filosóficos, un lastre para la humanidad, opinaba el francés. Discusiones bizantinas: hablar por hablar. Mejor los turcos: más acción y menos palabrería. A mí que no me digan: la Enciclopedia parece una especie de terapia ocupacional, patología de melancólicos obsesionados por ordenar el mundo, aspiraciones de inconscientes. Lo vio muy bien el deslumbrante Flaubert en una de sus mejores novelas, Bouvard y Pécuchet , crítica despiadada a una pareja de solterones sabelotodo, remedo volteriano.
Aunque hay en ese proyecto loco por imposible algo más peligroso: para convertir el mundo en definiciones resulta imprescindible borrar los matices y a veces no se puede reducir la vida a axioma. Pasa con Bizancio, una civilización híbrida: demasiada fricción cultural, reglas del juego complejísimas, excesivo gusto por el esplendor, la filosofía, lo espiritual, la teatralidad, pasar el tiempo en asuntos poco productivos, todas cosas que horrorizaban a Voltaire, inquieto de no poder encontrar las dos líneas definitorias para su diccionario. Bizancio se escapa. Queda solamente temblar y gozar.
Quien pase por Londres puede sumergirse, hasta el 22 de marzo, entre las seductoras contradicciones bizantinas en una muestra de la Royal Academy. En Madrid se pudo ver hasta hace unos días una exposición más modesta pero deliciosa, Lecturas de Bizancio, en la Biblioteca Nacional.
La muestra londinense, cuyas piezas provienen de las principales colecciones del mundo -Venecia, Rusia, Estados Unidos, el monasterio de Santa Catalina de Sinaí-, recoge algunos de esos objetos capaces de encender las imaginaciones de los que anden sedientos de fabulaciones intensas, sedas, oropeles, bordados, especias... o hasta de espiritualidad para sobrellevar el día a día en un mundo chato como el nuestro, perdido en palabrería como Bizancio, si bien hablando de cosas menos estimulantes. Mire, párese un momento delante del Arcángel Gabriel o de la Santa Escala de San Juan Climacos, ambos en Santa Catalina. Qué fascinante noción espacial, qué historia tan fresca esperando que la desentrañemos. Aquí hace falta tiempo e intimidad, ganas de reivindicar el derecho a la ensoñación -a mi lado un ruso ortodoxo reza frente a un icono-.
De vuelta en Madrid, en la Casa Encendida, espera una sorpresa: el artista indio N. S. Harsha. Convertidos en cuadros inmensos, reaparecen los iconos bizantinos; vuelven a exigir tiempo e intimidad en medio de un espacio subversivo, historias complejas y hasta algunos dorados. Nada mal como consuelo a tanto documento volteriano. Pero no sé qué hago recomendando una exposición de Bizancio, haciendo públicas mis pasiones más ocultas. En fin, torres más altas han caído: que se lo digan a Constantinopla.
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