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Columna
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Cuando la izquierda se pierde

Josep Ramoneda

El pasado fin de semana dos organizaciones políticas europeas de izquierdas -el partido socialista francés e Izquierda Unida- han saldado sus congresos con dos estrepitosos fracasos.

La naturaleza de las dos instituciones es sensiblemente distinta. El PSF, fundado por Mitterrand en 1971 (Congreso de Epinay), es un partido de poder, que ha dado a Francia un presidente de la República y varios primeros ministros. Es el partido, ampliamente mayoritario de la izquierda francesa, que asegura el ejercicio de la alternancia democrática. Sus raíces están en la tradición socialdemócrata y en el frente popular de los años treinta. Llegó al poder en alianza con los comunistas y los radicales de izquierda, con el llamado programa común de la izquierda, dentro de una estrategia diseñada por Mitterrand que llevó a la práctica liquidación del partido comunista, que tan poderoso era en tiempos del general de Gaulle. Izquierda Unida es una coalición de partidos, formada en 1986 en torno al partido comunista que entonces lideraba Gerardo Iglesias. Nunca ha estado en el gobierno español. Y desde el año 1996, en que alcanzó sus mejores resultados electorales, ha entrado en constante declive y ha vivido en sensación de crisis permanente, corroída por la psicopatología de las pequeñas diferencias. Ambos partidos debían renovar su liderazgo este fin de semana, el PSF después de la derrota de Ségolène Royal en las elecciones presidenciales, Izquierda Unida después de su fracaso electoral en marzo pasado. Ambos han fracasado en el intento y, tras un fin de semana de discusiones y desavenencias, han vuelto a casa confusos y sin dirección política.

Los socialistas franceses no se han enterado de la crisis económica, perdidos en pequeños problemas familiares

¿Por qué pongo en relación las desventuras, coincidentes por un azar del calendario, de dos partidos tan distintos? Por una razón muy simple: sus congresos expresan la dificultad de la izquierda clásica para adaptarse a los cambios provocados por el proceso de globalización y el hundimiento de los sistemas de tipo soviético. Por esta incapacidad, en un momento en que la política gira en torno a una crisis económica sin precedentes, ellos están fuera de juego, enzarzados en querellas de familia que sólo pueden debilitarles.

A partir de ahí, todo son diferencias. Izquierda Unida ha sufrido la larga agonía de los partidos comunistas. Y sus intentos de convertirse en un partido radical-democrático, conciencia crítica permanente de la izquierda, han fracasado, probablemente porque no es la tradición comunista la más adecuada para ejercer este papel. La política de Zapatero de ampliación de los derechos civiles les ha quitado las pocas banderas que les quedaban. Las dificultades para levantar cabeza con el ecologismo como elemento ideológico distintivo confirman los límites de las organizaciones monotemáticas.

Lo del PSF es distinto porque en la sociedad francesa el peso de la izquierda ideológica ha sido siempre muy grande. Tan grande que hay un 15% de voto a la izquierda de los socialistas que ha determinado más de una victoria y más de un fracaso. El PSF ha sido siempre el más doctrinario de los grandes partidos socialistas europeos. Su evolución ideológica fue mucho más lenta que la de los socialdemócratas alemanes o los laboristas ingleses. En 1981 llegó al poder con un programa de corte estatista y antiliberal que tuvo que rectificar al cabo de dos años. E incluso fue desbordado por el pragmatismo social-liberal de un partido socialista recién llegado de la clandestinidad, el PSOE de Felipe González. Desde el punto de vista del balance de gobierno, probablemente los cinco años de cohabitación de Lionel Jospin, como primer ministro de Jacques Chirac, hayan sido su mejor momento. Con progresos sociales importantes -entre ellos las tan denostadas 35 horas- y con buenos resultados para la economía francesa, que todo el mundo critica siempre, pero que acostumbra a ser la que mejor torea las dificultades en los tiempos de crisis. Pero este periodo acabó, paradójicamente, con la más estrepitosa derrota: Jospin no pasó a la segunda vuelta de las presidenciales, adelantado por Le Pen. Una segunda vuelta en la que los sondeos indicaban que hubiera tenido posibilidades reales de ganar a Chirac. La proliferación de candidaturas de izquierda en la primera vuelta fue letal. El PSF ha mantenido, sin embargo, una estructura interna bastante más democrática que la mayoría de los partidos que le ha permitido ir salvando las crisis y que puede ser esta vez también la solución.

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La organización en tendencias, propia del PSF, favorece la confrontación de ideas y, aunque a veces es fuente de crisis y rupturas, ofrece al menos canales democráticos para encauzarlas. Es verdad que el centralismo democrático de raíz bolchevique se ha impuesto en casi todos los partidos políticos y que la democracia interna tiene mala prensa porque dicen que dificulta la cohesión y la unidad del partido. Es el penoso ejemplo que los partidos, pieza angular de la democracia, dan a la sociedad. Pero también es verdad que sin democracia las crisis quizá llegan más de tarde en tarde, pero cuando estallan son más agudas y más duraderas, y obligan a largas travesías del desierto.

Decía François Mitterrand que en el PSF se sube por la izquierda y se gobierna a la derecha. Ségolène Royal ha pretendido hacer lo contrario: subir directamente por la derecha. Y Ségolène que, todo hay que decirlo, a fuerza de innovar, está evolucionando hacia formas que recuerdan a los telepredicadores, se ha encontrado con un muro: los barones del partido, que ya le hicieron la guerra imposible cuando se enfrentó a Sarkozy, y los sectores que se mueven ideológicamente en posiciones de abierta alternativa al discurso neoliberal hegemónico. El congreso no ha conseguido resolver el conflicto entre la ex candidata presidencial y el aparato del partido, por razones evidentes: porque Ségolène Royal sabe que su fuerza está en las bases, y, por tanto, no tenía nada que ganar en las negociaciones y componendas entre las diferentes familias socialistas, y porque los adversarios de Ségolène no han sido capaces de dejar los personalismos de lado y concentrar sus energías en un solo candidato. Resultado: decidirán los militantes por votación, que no es una mala solución. De momento, lo que es dramáticamente cierto es que hay una crisis que pone en cuestión muchos aspectos del sistema económico actual y los socialistas franceses -como Izquierda Unida en España- ni se han enterado, perdidos en pequeños problemas familiares. Y hay pocas cosas más graves para un partido que no estar allí donde la gente les espera.

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