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Columna
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Florida

En La Plana Baixa, el verde oscuro de los naranjos rodea todavía la vieja ciudad de Borriana. Los hispanomusulmanes la denominaron Medina Alhandra o Ciudad Verde, y era el núcleo amurallado de población más importante entre Valencia y Tortosa, cuando la conquistaron los aguerridos catalanoaragoneses del norte. Tras la conquista cristiana, la ciudad adquirió un carácter regio, y su entorno siguió siendo verde y agrario. Y cuando derrocaron sus murallas medievales, las huertas fueron sustituidas por el huerto de naranjas y por muchas décadas de esplendor económico. Testimonios de ese esplendor los encuentra el visitante no tan sólo en el Museo de la Naranja, sino también en el puerto, ahora pesquero pero construido para exportar, y en las fachadas de las casas del centro urbano; unas casas en calles luminosas que nos dan a entender que desde mediados del siglo XIX y hasta el euro, no escaseaban en la ciudad el real, el duro o la peseta.

Algunos voceros del conservadurismo de por aquí han lamentado en ocasiones el hecho de que Borriana no se haya sumado hasta ahora al desarrollo industrial de poblaciones vecinas como Vila-real, Onda o Nules, o al desarrollismo turístico de otras ciudades costeras de la comarca como Oropesa. Pero en esta ciudad media valenciana no se respira retraso ni falta de calidad de vida, antes bien todo lo contrario. Un paseo periódico por las partidas municipales de Santa Bàrbera o Sant Gregori nos muestra que todavía quedan huertos bien trabajados, agua clara en las acequias y acequias con batanes en desuso, que hasta hace poco sirvieran para la molienda. Entre huertos y acequias no mancillados por el cemento especulador, no se hace difícil evocar el tópico lamento del poeta musulmán, desterrado por la conquista, que derrama lágrimas por una Valencia a la que denomina nardo y flor, canción y boca joven; una tierra que ya no volverá a ver, porque las campanas cristianas silenciaron la voz del muecín en el alminar islámico.

Y es que el desarrollismo sin control del cemento, el negocio rápido y cuanto conlleva, se cierne sobre estos campos de forma amenazadora. En el ojo del huracán de una crisis en la construcción, que se veía venir con prisa y sin pausa, el conservadurismo local proyecta duplicar el suelo urbanizable de la localidad para llegar, dicen, a los 150.000 habitantes. Borriana ronda ahora los 34.000 habitantes. Estos conservadores locales no merecen tal nombre, puesto que nada conservan. Deberían declarar los campos de Borriana patrimonio histórico-agrícola de Europa. Pero sueñan con el cemento y el negocio: quieren en Borriana una nueva Florida. Eso ha indicado el munícipe principal, José Ramón Calpe, explicitando, además, que el futuro de su pueblo "ya no está en la cultura de la naranja", sino en esos macroproyectos cuya iniciativa es privada y respaldan las grandes empresas. En esa Florida de suaves temperaturas, de huracanes caribeños y exiliados anticastristas, no faltarán ancianos norteños sedientos de sol, en quienes la crisis, a lo mejor, no hace mella; ni faltarán delfines como el amigo Flipper o un cabo Cañaveral desde donde disparar nuestros festivos fuegos artificiales; tan artificiales como el falso desarrollo que ha supuesto hasta la fecha el cemento para el conjunto de la ciudadanía, no para quienes sueñan en las reclasificaciones especulativas. Pero ahí los tienen, diciéndole adiós a la naranja, los muy desagradecidos. Y sin un muecín en lo alto del alminar que les recite a diario lo disparatado de su actuación política.

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