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Columna
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El sueño de las Directrices

Tenía pocas esperanzas de volver a oír hablar de la capacidad de la política para transformar el presente y soñar el futuro, hasta que Barack Obama nos lo ha recordado. Pues bien, las Directrices de Ordenación Territorial son como un sueño, una Biblia, un tratado territorial que, si bien no aporta grandes novedades, de cumplirse todos sus predicados, supondría pasar de una situación en la que durante décadas se prescindió de la planificación a una nueva Galicia, planificada territorial, sectorial e incluso económicamente.

Dos de las palabras más repetidas en el texto de las DOT son identidad y red. Identidad para definir el carácter de las distintas áreas, comarcas, municipios, núcleos, incluso se habla de nodos de identidad del litoral. Para todos ellos hay que diseñar políticas conjuntas que deberán desarrollarse en red. Pero ¿cómo y quién va a coordinar el trabajo de los distintos municipios urbanos y rurales? ¿La Xunta?

Se realiza primero la inversión al margen de los planes urbanísticos, que van por libre

La ciudad, por ejemplo, ya no es ciudad, es un sistema de ciudades al que se atribuye para algunas áreas rango metropolitano, pero ¿es posible poner en red a Pontevedra-Vigo, o a Ferrol-A Coruña? Quizá sean los Planes Territoriales Integrados que se proponen los llamados a hacerlo, pero ¿cómo se gestionarán si la metrópoli en términos físicos va por otro lado, es decir, si el ámbito del plan no coincide con el de la política?

Una de las conclusiones que se desprenden de esta fase de gran inmobiliarismo en vías de desactivación es la incapacidad del mercado para ordenar por sí solo el territorio. Entre el todo y el nada planificado tiene que haber un punto de equilibrio, y ése debe ser el papel de las Directrices.

Se dice genéricamente, y con acierto, que la cooperación en los sistemas urbanos ha de ir más allá del transporte y las infraestructuras y plasmarse en un modelo residencial y en el diseño de los espacios de actividad, pero se echan de menos directrices específicas para algunas demarcaciones territoriales, por ejemplo, Santiago de Compostela, a la que se otorga el título de espacio de excelencia; y su área urbana ¿también lo es? A las infraestructuras se les asigna, como debe ser, un papel ordenador. Hasta ahora se ha incurrido en un error contumaz en la forma de entenderlas: se realiza primero la inversión al margen de los planes urbanísticos, que van por libre, para que luego el mercado se encargue de poner en red el sistema. En este sentido, falta por ver la relación final entre el Plan de Estradas de Galicia, cuya tramitación coincide con la de las DOT, pues en esto se juega en buena medida la puesta en práctica del principio proclamado de evitar la urbanización difusa.

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Las Directrices establecen que las ciudades han de complementar sus respectivos perfiles. Tienen que colaborar y competir con intereses multilaterales o bilaterales, pero faltan fórmulas para hacerlo. Una buena podría ser la creación de un Consejo de Ciudades encabezado por el presidente de la Xunta.

En cuanto a las relaciones entre diferentes instituciones y órganos ¿quién va a coordinar? Habrá que definir, por ejemplo, el rol respectivo de los puertos exteriores de A Coruña y Ferrol. Y, respecto al sistema aeroportuario, ¿seguro que la vocación de Lavacolla tiene que ser transoceánica?

Las Directrices exigirán una nueva forma de entender la relación entre economía y territorio, basada más en la reflexión y la colaboración mutua que en el dirigismo de una de ellas. En ese sentido, aciertan al prescribir para la gran Galicia rural actuaciones comedidas, bien estudiadas y sin prisas.

Lo importante es que llega el momento de la política, mucha y buena, entre partidos, instituciones y organismos, entre municipios y en el Parlamento, y eso plantea la necesidad de optimizar el tiempo dedicado a ella evitando enredar con asuntos banales.

Las DOT tendrían que ser un ideario común en el que estuvieran de acuerdo gobierno y oposición. Preocupa que anuncien un 90% de consenso porque, de ser así, estaríamos ante un gobierno de concentración. A menos que los grandes documentos valgan para hacer declaraciones grandilocuentes donde todos concuerdan y luego, ya se sabe, en su desarrollo concreto cada uno va por su lado.

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