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Columna
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Una nueva Edad Media

Lo cierto es que la victoria de Barack Obama en las presidenciales de Estados Unidos ha servido para sugerir toda clase de augurios en el sentido de que por fin se asume como irreversible la consolidación de la entrada sin complejos en el siglo XXI, que habría tardado ocho años en tomar posesión de su cargo. Lástima que eso coincida con una recesión económica de alcance mundial que ya está afectando seriamente tanto a los pilares de la economía como a esos flecos de patronazgo artístico que las grandes corporaciones acostumbran a ejercitar en épocas de bonanza por ver de sisar algunos centavos a la declaración de la renta. Cuando hasta el MOMA neoyorkino reduce programas de exhibición y gastos de personal (porque es que siempre se trata de gastos de personal, como si las cosas bien hechas se hicieran solas), ya me explicarán lo que pasa con el soporte institucional a las innumerables ciudades de artes, ciencias y otros esoterismos de ocasión que han proliferado hasta el infinito para lavar un dinero negro cuyas marcas no se borran ni con las lejías más acreditadas. La cultura, entendida a partir del triunfo de la modernidad hacia finales del siglo pasado, se ha convertido en ese espacio efímero que acredita tanto el ocio como el negocio, y eso hasta el punto de que vetustos catedráticos de ética se alzan con el premio previamente pactado de un concurso de novelas, de manera que a estas alturas la decisión más sensata es no ofrecer absolutamente nada, tarea encomiable que ha cosechado un innegable triunfo en la última bienal de São Paulo, junto a las favelas, tan desbordantes de cosas desagradables y de niños desechables.

Pero ocurre que el vacío es un espacio cada vez más frecuentado por lo que en vano trata de desplazar hacia los vertederos que lo acosan. El problema no es que a un cantamañanas se le ocurra encerrar a una vaca muerta en una urna de metacrilato con el formol como ilusorio líquido amniótico y lo venda por unos cuantos millones como obra de arte a un prominente miembro de la mafia rusa, que se asegura así una mortalidad sumergida en condiciones más higiénicas de las que el vivo que la compra, no; el problema es de dónde sale ese dinero y a qué se destina, de dónde y para qué insultante transacción estrafalaria alguien compra una vaca muerta por una cantidad con la que podría disponer de miles de animales muertos y conservados en formol en su casa de campo de las afueras, incluidos los restos mortales de buen número de sus enemigos.

Todo parece indicar que nos encontramos a las puertas de una nueva Edad Media, una tendencia en la que Valencia es de nuevo pionera, con la Ciudad de las Artes y las Ciencias a manera de catedral de trinqui rodeada de menesteroso por todas partes menos por una, la que da al circuito de Fórmula 1. La ciudad construye sus nuevas fortalezas mientras en los comedores sociales no dan abasto para proporcionar un plato de caliente a tanta gente y prostitutas y drogadictos sin fortuna son desplazados de aquí para allí dando la impresión al visitante ocasional de que se trata de auténticas legiones trashumantes. Y todo en medio de una gran juerga de propaganda institucional que nos asalta desde el exterior de los vagones del metro y desde la omnipresencia de la cartelería callejera glosando las múltiples excelencias acerca de lo que somos Valencia y los valencianos, en otra de esas bromas entre sombrías y macabras tan del gusto de Francisco Camps como de sus secuaces.

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