Una velada en Garden City
Estábamos en el saloncito de la granja. La familia al completo, algunos vecinos y los dos invitados, un sueco y un español. Habíamos cenado fuera, en un patio diminuto rodeado de inmensos campos de maíz, escuchando a cierta distancia el hozar de los cerdos. La familia cultivaba maíz y criaba cerdos. En eso consistió la cena, en maíz y cerdo. Para beber, té helado. Allí no se permitía el alcohol. Se podía fumar, pero había que hacerlo junto a los cerdos.
El año anterior, 1987, el hijo mayor había hecho su primera "campaña". La "campaña" era la cosecha del cereal. No la familiar, que se hacía en poco tiempo y con pocos brazos, sino la nacional. El hijo, con centenares de jóvenes como él, había segado desde Garden City, el pueblo de Misuri donde la familia vivía y cultivaba, hasta casi la frontera canadiense. Era un viaje imponente que duraba un par de meses. Era el gran viaje, la gran experiencia vital.
Pregunté si imaginaban una presidenta. Tendría que ser una mujer muy especial; pero sí, por supuesto, respondieron
Ningún miembro de la familia poseía pasaporte, pero el padre, un hombre que superaba los 60, había estado en el extranjero. Invadiendo Italia, nada menos. Durante la cena me había preguntado si los italianos seguían siendo un montón de ladrones hambrientos. Le comenté que tal vez les había visto robar y pasar hambre en 1944 porque sufrían una guerra. Creo que no le convencí.
Ahí estábamos, decía. El hijo mayor puso un vídeo y en la pantalla del televisor apareció un campo de espigas doradas que se extendía hacia el infinito. A lo lejos se percibía una manchita roja, que poco a poco empezó a acercarse hacia la cámara. Muy poco a poco. Resulto ser un tractor, el tractor que manejaba el hijo. Nadie decía nada. Disfrutaban de las imágenes. No sabría decir cuánto tardó el tractor en llegar hasta la cámara. Tardó bastante. No lo suficiente, porque entonces se cortó la imagen y recomenzó el proceso. Otra vez un campo dorado e infinito, otra vez la manchita roja. La cinta duraba media hora, y la familia, en silencio, disfrutó cada minuto. Creo que el sueco y yo mismo disfrutamos algo menos.
Mi estancia en la granja de Garden City, cortesía de una beca del Fondo German Marshall, me permitió convivir con unos cuantos habitantes de la llamada América profunda. La familia no era del todo corriente, ya que acogía en casa a estudiantes europeos y se interesaba por la vida de sus huéspedes, pero bastaba como muestra. Gente honrada, trabajadora y austera, que no conocía otras vacaciones que los domingos y el día de fin de año. Por Nochevieja, el padre y la madre se permitían un dispendio: conducían hasta Kansas City, a unos 80 kilómetros, cenaban en un restaurante y pernoctaban en un hotel. Lo hacían desde que se casaron.
Hace 20 años de aquella velada en Garden City. Se aproximaba el fin de la presidencia de Reagan, y ese verano habían sido elegidos los candidatos de ambos partidos. Bush por los republicanos, Dukakis por los demócratas. La familia era devota de Reagan y estaba convencida de que Bush, su vicepresidente, heredaría con facilidad la Casa Blanca. Así fue. Le pregunté al padre si en ciertas circunstancias podría votar por los demócratas. Me contestó que siempre, hasta Reagan, había votado demócrata. Incluso cuando Johnson combatió la segregación racial y se ganó la enemistad de los demócratas del sur, de tradición racista. La familia creía que todas las razas eran iguales, pero creía también que no debían mezclarse. Pregunté si podían imaginar un presidente negro. Toda la familia y casi todos los vecinos respondieron que sí, que acabaría ocurriendo, pero en un lejano futuro. Ellos no iban a verlo.
También pregunté si imaginaban una presidenta. Tendría que ser una mujer muy especial, respondieron, pero sí, por supuesto. ¿Y un presidente ateo, o al menos no religioso? "Eso es imposible, lo prohíbe la Constitución", dijo el padre. No, no lo prohíbe. Pero como si lo prohibiera.
Me fui de la granja, y del país, convencido de que Estados Unidos y Europa mantendrían durante mucho tiempo esa diferencia fundamental. Una de las mayores diferencias concebibles. Una diferencia tan grande como Dios.
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