Nuestra versión
A los postres, con el estómago demasiado lleno y el aturdimiento del vino, las conversaciones cruzadas de esta mesa concurrida me llegan como si ésta fuera ya una escena del pasado. De pronto, cazo una frase al vuelo, alguien dice que le parece irónico que los extranjeros envidien nuestra transición. "Alguna vez, continúa esa voz, habría que explicarles que fue una bajada de pantalones".
Miro la boca de donde surge tan rotunda afirmación. Esa boca está en un rostro de unos treinta años. Siento cierta voluntad de réplica, pero mi embotamiento frena el impulso. Para qué. Discutir con quien tiene las cosas tan claras es una pérdida de tiempo. Por fortuna, el vino me inclina más hacia la pasividad que hacia la vehemencia. Al día siguiente, domingo, leo, como siempre, al historiador Santos Juliá. Habla de los esfuerzos de la transición, de esas dos amnistías que exigieron capacidad de encaje de unos y otros. Se diría que Juliá asistió a mi comida y responde sin optimismo, viene a decir que cada generación escoge una versión de la historia. A su melancolía no le faltan razones, la frase sobrevuela hoy tantas sobremesas que a punto está de escalar un buen puesto en la lista de lugares comunes. Personalmente, recuerdo aquellos años de mi adolescencia sobre un paisaje de incertidumbre y sobresalto. Con más razón entonces las personas de cierta edad comprenden el esfuerzo que costó concluir una Constitución que, aún no siendo perfecta, nos dio un marco de convivencia. No es algo que sólo valoren, como decía el historiador, los viejos del lugar, pero es cierto que en esta época en la que cada ciudadano tiene en su boca una gran verdad histórica, a lo que menos atención se presta es a lo que escriben los historiadores y recuerdan los testigos. Para qué, si ya tenemos nuestra inalterable versión de los hechos.
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