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Columna
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Víctimas exquisitas

El mercado del victimismo está en auge: es la gran moda global. Incluso las revistas femeninas y los programas del corazón dan consejos para un mundo de víctimas indiscriminadas, totales, aterrorizadas: la crisis se ha convertido en un gadget de primer orden. Pronto veremos grandes premios y rankings con las mayores víctimas del mundo.

El victimario de Wall Street ha movilizado ya a medio mundo, comenzando por los gobiernos: ¡vaya pastel de damnificados!

Entre nosotros, ahí tenemos al presidente del Parlament, Ernest Benach, transformado azarosamente en mártir, chivo expiatorio de una caza de víctimas ilustres -incapaces de asumir responsabilidades, que ése es el privilegio de la víctima- cuyos límites apenas podemos adivinar dada la aceleración del fenómeno.

Gracias a este holocausto, parece que los amos del dinero ya no son los banqueros, sino el Estado; o sea, nosotros mismos

Claro que lo de nuestra autoridad parlamentaria es una fruslería al lado de la ruina catastrófica de los golden boys. Qué paradoja: gracias a este holocausto, parece que los amos del dinero ya no son los banqueros, sino el Estado; o sea, nosotros mismos. Al galope del victimismo inverosímil, estar parado hasta puede llegar a ser símbolo de prestigio y reconocimiento. Y tal vez no esté lejos el día en que veamos una cumbre mundial de parados dispuesta a refundar el paro, aunque es dudoso que tal iniciativa lograra la misma atención en el victimario oficial orquestado por George Bush y Nicholas Sarkozy.

No es un secreto: ahí están las víctimas de primera y las de segunda o de tercera. Hay víctimas reales, con dolor y sufrimiento, y víctimas imaginarias, como aquella marquesa triste, pálida y melancólica porque sólo tenía un abrigo de visón en vez de dos. Incluso entre las víctimas hay clases, engaño, trampa, prestigio, escalafón y fantasía. El gadget de la crisis ha abierto ya todas las posibilidades del glamour victimista. Así son los tiempos: monocordes, ovejunos, surrealistas.

Las ubres de la crisis acogen indiscriminadamente un aluvión de candidatos: desde Greenspan y Ben Bernanke hasta Falete, Julián Muñoz o el oso amenazado del Pirineo; no distinguen entre los que viajan en patera de los que se desplazan en jet, los homeless de los constructores, las profesoras de primaria de las vedettes de televisión, Sodoma y Gomorra del Vaticano.

¿Crisis? ¿Qué otra cosa es sino esa terrible confusión entre la tragedia y la comedia, una frontera que la humanidad ha confundido con más frecuencia de lo creíble pero que ahora se muestra en todo su esplendor? ¿Hay, pues, que reírse o ponerse a llorar? ¿Habrá que gritar "¡quiero ser nacionalizado!" o "¡quiero ser famoso!" para entrar en el glamour victimista?

Lo más lamentable de esta gran juerga -creo que virtual, porque la vida sigue con su incertidumbre inmemorial y sus víctimas reales están ocultas tras el silencio y el anonimato- son algunas reacciones de aquí mismo.

No ha resucitado precisamente Salvador Dalí para que podamos disecar con gracejo y astucia el disparate del huracán victimizador. En cambio, truena el coro de los monaguillos del ji, ji, ja, ja -un fenómeno pospujolista, muy nuestro y sintomático, sobre el que habrá que volver- que nos adoctrina en Polònia o en esos programas (como El club) que un día debaten sobre si las chicas están mejor rubias o morenas y al siguiente convierten al presidente del Parlament en santo del victimario local.

La emoción del surrealismo global queda aquí congelada en la ñoñería de una corte mediático-política de vuelo gallináceo como pronosticó el intuitivo Josep Pla.

Una corte obligada a divertirse cuando el vicepresidente del Gobierno catalán, Carod Rovira, exhibe en televisión su dudoso sentido de la dignidad política al aceptar como chófer al Follonero buenafuentista con el único fin aparente de aparecer en pantalla. La frivolidad de ese coro local, hecho básicamente de políticos y de periodistas, muestra el drama de quienes sólo son víctimas de sí mismos.

Este conjunto de contingencias, visto desde lo que nos rodea aquí y ahora, expresa, sin duda, una digestión pésima de la aceleración histórica. Cuando víctimas falsas ocupan el lugar de las víctimas reales, cuando no se distingue entre el servicio público y el espectáculo de masas, cuando la risa y el llanto que surgen del laboratorio ocultan el humor y la tristeza de la realidad, la patología social parece grave, tal como muestran los medios de comunicación. Habrá que leer a Salvador Pániker, uno de nuestros últimos sabios, alguien de carne, hueso y cerebro a quien hay que tomar en serio, que en su último libro (Asimetrías, Debate) hace un diagnóstico de "la exasperante asimetría del presente". Su recapitulación, estos "apuntes para sobrevivir en la era de la incertidumbre", no son otra cosa que "un forcejeo para mantener el equilibrio". O sea, lo propiamente humano.

m.riviere17@yahoo.es

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