Sinceridad

Escucho en el informativo opiniones ilustradas sobre lo que al parecer piensa la desinhibida dama de sangre azul sobre las personas y las cosas. Anson, ese señor que entre sus infinitos conocimientos debe de saber un montón de conjuras y de teatralidad, abandona su habitual y meliflua gestualidad para afirmar con rotunda firmeza monárquica que las presuntas convicciones que le han atribuido a la reina no responden a lo que ella piensa y dice.
No entiendo el jaleo que se ha montado porque la discreta Sofía, limitada por las obligaciones de su sueldo a repartir sus días en inauguraciones, viajes y recepciones, dando millones de saludos, abrazos y besos a desconocidos, decida abrir su real boca para dar su visión del mundo. ¿Y que esperaba el personal de esta señora educada como Dios manda? ¿La reencarnación de Bakunin o de Rosa Luxemburgo? ¿Vocación revolucionaria? ¿Transgresión? Sus creencias son previsibles y tiene todo el derecho del mundo a expresarlas. Como nunca he sabido para qué sirven los reyes, si son una sagrada imposición del cielo o algo terrenalmente prescindible, no puedo escandalizarme porque tengan opinión y la emitan. Otra cosa sería que trataran de imponer sus certidumbres. Para eso tienen que legitimarte las papeletas, no los designios del Altísimo.
Otro periodista experto en rituales y claves de la Corte sugiere que la repentina locuacidad de la esfinge obedecen a una estrategia. Y es que como el rey tiene un perfil de izquierda, ella se ha visto en la obligación de dar un perfil de derecha para contentar a la otra España y evitar que etiqueten a la monarquía. Demasiado retorcido para la simpleza de mi cerebro.
En cualquier caso, me divierto un montón al constatar que Rajoy, el gran apologista del Ejército y de las esencias patrióticas, prescinde en privado de sus solemnes ideales y considera un coñazo tener que asistir a los desfiles militares. O que la profesional de la discreción se relaje ante la interrogadora de la Obra y monte el Cristo por abrir en público su sincero corazón. Para ser feliz solo me falta que el promiscuo gorila de Brassens decida saciar su apetito sexual con un juez en huelga.
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