Un reflejo mesiánico
Tal vez quepa atribuirlo al profundo sustrato católico, pero lo cierto es que, en la cultura política española contemporánea, la búsqueda del taumaturgo, el anhelo de un valeroso redentor moral que resolviera con sus propias manos y su propio genio los problemas colectivos, ha sido una pulsión intensa y recurrente, y no sólo desde el campo de la derecha. Al fin y al cabo, la metáfora del "cirujano de hierro" -cuyo bisturí extirparía y amputaría los tumores y gangrenas de la patria- no salió de la pluma de ningún reaccionario, sino del más ilustre de los regeneracionistas, Joaquín Costa.
He pensado en ello a la vista de la acogida entusiasta que ha merecido, entre la opinión publicada de perfil progresista, el auto del juez Baltasar Garzón en el que se declara competente para investigar y perseguir en términos penales la represión franquista. Ya me perdonarán si yerro, pero, de los incontables comentarios elogiosos sobre la audacia y el coraje del magistrado de la Audiencia Nacional, me ha parecido deducir un común denominador tácito: un nostálgico "sería estupendo que un juez justiciero lograse ahora aquello que, entre todos, no pudimos o no supimos conseguir en su día".
Para abrir fosas no se precisa a Garzón. Basta con la voluntad política que, hasta ahora, se ha aplicado con tanta parsimonia
Repasemos brevemente qué es lo que, bien a nuestro pesar, no fuimos capaces de lograr entre todos. A despecho del abnegado sacrificio de tantos antifranquistas, la dictadura se extinguió por causas biológicas y en el pleno control de los aparatos del Estado. No hubo lugar, por tanto, ni a unos procesos de Núremberg ni a una depuración como la francesa o la italiana de 1945-46. Después, no pudiendo imponer tampoco la ruptura democrática, hubimos de tragarnos y aplaudir la sórdida amnistía de 1977, que ponía en el mismo saco a las víctimas del franquismo y a los verdugos franquistas. Más tarde, durante los casi 14 años de gobierno de Felipe González, toleramos en silencio la clamorosa ausencia de una política de reparación jurídica o moral de los fusilados, los encarcelados, los torturados bajo la férula del superlativo general ferrolano. Y hemos aceptado con fatalismo la tenaz resistencia del Partido Popular a condenar sin ambages ni equívocos la sublevación de 1936 y el régimen subsiguiente. Y hemos asistido, impotentes, a la negativa de la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo a anular los consejos de guerra que condenaron a muerte a Lluís Companys y a Salvador Puig Antich. Por último, a fines del año pasado, apenas si refunfuñamos un poco ante la aprobación de una Ley de Memoria Histórica "pacata" y de "parco alcance", según la calificaba con mucha razón en estas mismas páginas, anteayer, el profesor Joan J. Queralt.
Y bien, todas estas debilidades de origen y de ejercicio que la democracia española ha acumulado en tres décadas, los complejos y los miedos de la izquierda, el rechazo freudiano de la derecha a reconocer su genealogía, la reluctancia de la alta judicatura a renegar de la seudojusticia franquista por temor a deslegitimarse..., ¿todo esto lo va a curar y resolver don Baltasar Garzón Real, él solito, con su ya célebre auto a modo de varita mágica? En el terreno jurídico, resulta muy dudoso. En términos políticos, no me parece ni siquiera deseable: es contrario a cualquier pedagogía democrática transferir a un individuo redentor el ejercicio de responsabilidades colectivas que corresponden a los gobiernos, a los parlamentos, a los partidos políticos, a las organizaciones sociales y, en última instancia, al conjunto de la ciudadanía. Saldar cuentas con el pasado es una de ellas.
Con la mejor intención, algunos de los defensores de la iniciativa de Garzón han dado a entender que su recorrido judicial es lo de menos; de lo que se trata -dicen- es de sentar, simbólicamente, al franquismo en el banquillo de los acusados. Pues justo ahí, en ese banquillo, es donde la historiografía solvente lo tiene clavado desde hace varios lustros, sin posibilidad de escapatoria. Mientras los políticos urdían amnesias consensuadas y los jueces se atrincheraban detrás del respeto a la cosa juzgada, decenas, cientos de historiadores ajenos a pacto de la transición alguno se pateaban España pueblo a pueblo en busca de una memoria oral amordazada por décadas de miedo acumulado; hurgaban en los registros civiles, parroquiales y penitenciarios; pugnaban por acceder a los archivos judiciales y, en particular, a los sumarios de los consejos de guerra, y con todo ello reconstruían el puzzle de la interminable y multiforme represión franquista.
En mi opinión, no es con resoluciones judiciales, sino divulgando este arsenal de investigaciones rigurosas sobre el rastro sangriento de la dictadura, como se ganará la batalla de la memoria frente a panegiristas y trivializadores de aquel régimen nefasto. ¿O acaso alguien cree que son los autos de Garzón los que neutralizarán el revisionismo de medio pelo de Pío Moa y corifeos, los que desmentirán esa "extraordinaria placidez", esa "naturalidad y normalidad" con que el ex ministro Jaime Mayor Oreja caracterizó al franquismo hace apenas un año?
Por lo demás, y pensando en los muchos miles de ciudadanos de buena fe, familiares de víctimas, que han visto en Garzón al vengador de sus agravios, conviene subrayar una cosa: para devolver a esas víctimas el honor y la dignidad arrebatados, para abrir fosas, identificar restos y localizar desaparecidos, no se precisa al hiperactivo juez. Para todo ello, basta con la voluntad política y los medios públicos que, hasta ahora, el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha aplicado con tanta parsimonia.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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