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Columna
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De la obsolescencia

Vicente Molina Foix

El paso del tiempo tiene una manera comercial de manifestarse que -menos irreparable que los achaques de la salud o la pérdida de los amigos- no por ello deja de ser dramática. Todo empieza, naturalmente, por los inmuebles, y cualquier cronista de periódico o cualquier otro ser normal que practique el arte del paseo desocupado por la ciudad lo experimenta con reiterada frecuencia. Un día la piqueta municipal rebana de la calle de Francisco Silvela un esquinazo en que se freían las mejores patatas de Madrid, llevándose en la misma tajada un árbol frondoso que había junto a la freiduría, quizá tan lozano por respirar los aromas del mejor aceite de oliva. O cruzas la plaza de España y te llevas un susto al ver los dos fantasmas que dormitan en el hermoso arranque de la Gran Vía: el edificio España, o como se denomine ahora en su prolongada fantasmagoría, sigue cerrado y medio ensabanado, pero aún es peor observar el progresivo vaciamiento de uno de los edificios más singulares de la ciudad, la Torre de Madrid, adquirida y poco a poco desalojada por una gran firma inmobiliaria con planes misteriosos; anoche pasé por delante al salir de los cines Golem y sólo había dos luces encendidas en la mole que siempre fue una lumbrera. También están terminando de construir, en Príncipe de Vergara, lo que sucede al palacete de estilo francés demolido impunemente un día para dejar paso a unos "modernos lofts", así decía el anuncio puesto delante de las obras, como si los lofts fueran una nueva forma de diseñar apartamentos y no (ése es su verdadero origen) el antiguo espacio industrial que se transforma en vivienda.

Después del exterminio de los inmuebles lloramos la muerte de los muebles

Después del exterminio de los inmuebles lloramos la muerte de los muebles, aunque aquí no interviene tanto la legión extranjera del lucro. La pérdida es más simple y la culpa suele ser nuestra: pusimos demasiadas veces el pie en la banqueta art déco del dormitorio para cortarnos las uñas, o gastamos a fuerza de codo ese sillón favorito de lectura que tenía una musculatura y una tapicería ya irreparables. Enseres usados, otra cosa muy madrileña, y quién sabe si hasta castiza. Se trata, entre todas las ciudades del mundo que conozco, de la que más se desprende de mobiliario doméstico en buen estado, dejándolo, no sólo en los días de recogida prescrita por el Ayuntamiento, en la acera. Y la verdad es que si uno no tuviera ya tanto ahogo de libros y cachivaches en su apartamento, dan ganas muchas noches de subirte esos expositores en perfecto estado que han dejado los de la tienda de fotografía en quiebra, los maniquíes de cartón piedra de la mercería de la esquina y, en casos de paseantes más necesitados, la mesa coja o el diván con un solo costurón en el respaldo.

La tercera pérdida que me hace sentirme obsoleto es la desaparición de lo fungible. Dejan de fabricarse bebidas a las que uno se aficionó en sus moderadas costumbres alcohólicas (como el destilado Aqua d'Or de la casa Torres) o patatas fritas sin franquicia; incluso peligra, por otro cierre que vi en la calle de Atocha hace una semana, el sempiterno bocadillo de calamares, aunque en este caso confío en que Esperanza Aguirre, con algún resto del dinero gastado en la película de Garci y el fiestón del Teatro del Canal, subvencione la permanencia de este aceitoso pero inmarcesible manjar. Lo que llevo peor es la cosa farmacéutica. Mis problemas de salud son variados pero, por el momento, todos dentro de un orden remediable. Pero no me refiero tanto a los grandes remedios como a los pequeños paliativos, que, por supuesto, también se hacen adictivos aunque sean inocuos y de muy bajo costo. Hace años se puso de moda el Katovit, un clorhidrato de prolintano con riboflavina (esa inigualable poesía ultraísta del prospecto), indicado para trastornos generales de la edad avanzada, pero que los más jóvenes empezaron a comprar a mansalva (costaba la caja de 20 grageas 326 pesetas) porque te daba un agradable y corto colocón. Primero se hizo necesario con receta y después se eliminó por lo visto del mercado libre, aunque tengo entendido que aún se encuentra en el underground. También era muy agradable una anfepramona llamada Delgamer, que tenía la doble virtud de hacerte guardar la línea y proporcionarte ese estímulo que a las siete de la tarde tan bien te sienta. Desaparecida igualmente, o descatalogada.

Pero mi obsolescencia (que rima con decadencia, con abstinencia) se topa ahora con algo carente de cualquier ribete psicotrópico o intoxicante, aunque también sea líquido: el producto con el que llevo décadas limpiando mis lentes rígidas. La marca Lentiflex, sita en una dirección también bastante poética, el Prado de las Banderillas, 7, del polígono industrial de La Mina, en Colmenar Viejo; ni sabe ni contesta cuando mi farmacéutica le pide reponer las existencias. Así que lo que empezó como crónica urbana costumbrista termina como una llamada de socorro a unos laboratorios que no me dejan ver lo que hay detrás del bosque de mi ciudad.

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