La fuga del tiempo
Cuando alguien alcanza una edad exagerada y no tiene la delicadeza de padecer alguna enfermedad terminal e incurable, puede disfrutar de ciertas compensaciones y privilegios por el mucho equipaje que ha de abandonar, le han birlado o quizá nunca ha poseído. En general, es una época escasamente alegre, pero si uno se vuelve providencialista y la acepta con entereza, optimismo injustificado y cierto desdén, se puede sentir el deslizamiento sin angustia. El viejo que reprime el impulso de compartir la opinión de Jorge Manrique de que cualquier tiempo era mejor, traiciona su propia biografía, pues la comparación personal con el vigor y el empuje de la juventud no tienen punto de homologación con el ajado concepto de la experiencia.
Podría pensarse que hay un cortocircuito entre las generaciones de los abuelos y las presentes
Me reúno, sin entusiasmo, con los contemporáneos supervivientes -son cada día menos- y compruebo que lo más animado de la conversación, en un banco del Retiro, del barrio, en la cafetería, el bar, la taberna e incluso en los centros de la tercera edad, es el pretérito, apenas la actualidad. Tengo poca experiencia de esos lugares donde parece tácitamente desestimada la tertulia y la transmisión de ideas, vivencias, fastos o fatigas; se intercambian naipes o fichas y cada cual vuelve a su casa, quizá enriquecido con el préstamo de una cinta de vídeo. No es invento, sino que cualquier relato literario de la antigüedad siempre enaltece las edades anteriores. Las novelas llamadas costumbristas, que nos ilustran, con aproximación, acerca del desarrollo de la sociedad humana en no importa qué país ni en qué idioma, traen inevitables crónicas del tiempo ido, las costumbres burladas o traicionadas, como de mejor calidad.
Podría pensarse que hay un cortocircuito entre las generaciones de los abuelos y las presentes, en medio de las que figuran patéticamente los jóvenes intermedios que agarraban la mochila y se largaban a Katmandú para ponerse ciegos de "yerba", de solidaridad y atrapaban aquello que se llamaban enfermedades secretas y que mantuvieron docenas de clínicas en la calle de Hortaleza y las inmediaciones de Sol y de Gran Vía. Cuando volvieron los jaraneros hippies, se enfrentaron con las oposiciones y la necesidad de ganarse la vida. Fue la cruda realidad después de un sueño tachonado de luces y picantes sensaciones. No sé si ahora aquello tiene parentesco con el actual botellón. Una impertinente errata en el ordenador escribió la última palabra incorrectamente, "biotellón", y podría servir para condensar un periodo. El menudo y chispeante Pepe Bergamín, a quien traté mucho y casi resucité en Sábado Gráfico, sostenía que las erratas iluminan y dan sentido a cosas inexplicables. Luego le llegaron las tinieblas abertzales. La experiencia, pues, no sirve para casi nada. La profunda y decisiva revolución de las comunicaciones está conformando una humanidad que sólo se parece a la precedente si se deja el bigote o se hace la permanente, algo que solían experimentar las mujeres con su cabello y era una estética intermedia entre el peinado afro y la salida de la ducha.
Consideración pedestre la marcha de las civilizaciones, cualesquiera que sean sus destinos, porque el futuro es algo que bailotea en el parabrisas de nuestra máquina de movernos y suele impedir que veamos siquiera hacia dónde vamos.
Vivimos la ocurrencia de un togado metido a asaltatumbas, empeñado en dar marcha atrás, ya que la vía por la que transcurrimos no permite el giro completo. Es ocioso, pero, por si acaso, mi mayor respeto hacia cuantos ignoran y quisieran saber el destino de los despojos de sus antepasados. Es una fúnebre manía que podría tener compás con la teoría que lanzó cierto sujeto, cuyo nombre he olvidado y que, para clarinear sus convicciones democráticas, sostuvo que épocas pasadas fueron perseguidas las mujeres altas y rubias o, al menos, estaban mal vistas, en beneficio de las morenitas de la copla, de ojos agarenos y piel canela. Como si se tuviera aversión al triángulo isósceles. Tan mentecata era la afirmación sobre las rubias que, en aquellas y otras temporadas, las mujeres se han teñido el pelo del color que les ha apetecido; fíjense, si no, en Alaska, esa gran artista querida y admirada. Existen incluso fotos de Concha Piquer con cabellera de valkiria bien peinada.
En fin, tempus fugit que es la leche.
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