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Columna
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Un mundo periclitado

Victoria Combalia

Cuesta mucho, a cierta edad, encontrar libros en los que aún se aprendan lecciones de vida o que narren de forma tan viva y sentida casi todo un siglo, toda una época; en este caso, el declive de la vieja Europa y las desgarradoras convulsiones que asolaron el siglo XX.

Esto es lo que sucede con El mundo de ayer, de Stefan Zweig, una suerte de memorias escritas en pleno exilio cuando este escritor judío, que se suicidó en Brasil en l942, estaba perseguido por el nazismo. Zweig, autor de enorme éxito en su época y en nuestra posguerra (estaba en toda buena biblioteca burguesa de los años cuarenta y cincuenta) vuelve a recuperarse (primero fue editado por Editorial Juventud y ahora, muy oportunamente, por Quaderns Crema) y este renovado éxito no me extraña, dada la claridad, concisión y viveza con que escribe. "Una sola impresión óptica, sensorial, siempre causa más impacto en el alma que mil opúsculos y artículos de periódico", dice Zweig, a propósito de lo que vio en 1936 en Vigo, de camino a Latinoamérica para asistir a un Congreso del PEN Club: descubrió a unos jóvenes campesinos guiados por curas que al cabo de un cuarto de hora se habían convertido en soldados con relucientes uniformes y fusiles. "¿Dónde los he visto antes?", se pregunta el escritor. "Primero en Italia y luego en Alemania", imágenes indicadoras del fascismo y nazismo naciente. Zweig intuyó entonces que la guerra civil española era tan sólo el preámbulo de la II Guerra Mundial y lo que les esperaba. Uno de los pasajes que más me conmovieron fue el de su madre, una anciana señora que vivía en Viena: Hitler, que se anexionó Austria en l938, proclamó una orden que prohibía a los judíos sentarse en los bancos.

Zweig describe el doloroso proceso de tener que huir de su país y ser un enemigo sólo por ser austriaco

Con su aguda percepción, Zweig explica que el impúdico placer de la tortura en público, el tormento psíquico y la humillación refinada eran algo nuevo en aquella vieja Europa. Antes del "nuevo orden" de Hitler, dice Zweig -con la excepción, claro está, de la Edad Media-, las expropiaciones se llamaban lisa y llanamente rapiña y robo, la tortura era inconcebible y aún se creía en las sentencias judiciales. Y Zweig describe con mano magistral el doloroso proceso de tener que huir, de ser un apátrida más tarde, de ver cómo sus obras no son publicadas en su lengua materna y de pasar a ser un enemigo, sólo por ser austriaco, en Londres, a pesar de la primera compasión del pueblo inglés por los refugiados. Y narra su amistad con un Freud ya anciano, a punto de morir, con el cual debate la sinrazón de aquel momento: "Como persona estaba profundamente conmovido, pero como pensador no le sorprendía en absoluto aquel escalofriante estallido de bestialidad. Siempre lo habían tachado de pesimista, decía, porque negaba la supremacía de la cultura sobre los instintos; ahora se podía ver horriblemente confirmada su opinión de que la barbarie, el elemental instinto de destrucción, era inextirpable del alma humana". El lector actual no puede sino confirmar, lamentablemente, este principio, cuando piensa en la guerra en la ex Yugoslavia, los recientes episodios entre antiguas repúblicas soviéticas, en Guantánamo o en Abu Ghraib.

Otro de los pasajes que más me han impresionado del libro es su descripción del mundo anterior a la gran guerra: el mundo de la seguridad, cuando todos sabían cuánto tenían o cuánto les correspondía, cuando tierras y negocios se heredaban de generación en generación y las empresas eran sólidas (una palabra predilecta de aquellos tiempos). La contrapartida era la moderación propugnada por la moral burguesa, la madurez -cuando no la vejez- requerida para ejercer cargos o inspirar respeto, y la educación autoritaria, que consistía no en formar a adolescentes y jóvenes, sino en amoldarlos a las estructuras establecidas. Esta presión, comenta Zweig, ejercía sobre los jóvenes dos efectos: o paralizador o estimulante. En su caso, dice: "Debo a aquella presión mi muy temprana pasión por la libertad". Sentimos, al leerlo, que los que vivimos bajo una dictadura -como la española de Franco- aún pertenecemos un poco a aquel mundo, hoy totalmente periclitado.

victoriacombalia@gmail.com

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