Léanlo
Hay lectores que buscan en un columnista una especie de comunión semanal; yo prefiero acercarme a las columnas con el deseo de que, eso que la gente llama tan pomposamente "mis convicciones", sea sacudido de alguna manera. En el catálogo de alabanzas que se pueden dedicar a un opinador circula una que me intranquiliza: "pasa lo que yo pienso a limpio". Quien elogia de esa manera no hace otra cosa que elogiarse a sí mismo, pues tiene en tan alta consideración sus opiniones que sólo parece pedirle al periodismo un escribano. Hace tiempo que esta hambrienta lectora de periódicos que soy se aficionó a los artículos de Paul Krugman, desde ayer Nobel de Economía. Tanto aquí como en el New York Times el señor Krugman ilumina con una prosa transparente un asunto duro de roer para el lector no iniciado. Lejos de esos expertos que oscurecen la materia que dominan otorgando a los profanos el título de gilipollas, este sabio que lleva poniendo en duda desde hace años la deriva ultraconservadora del sistema americano, explica con gran entusiasmo pedagógico las misteriosas claves del mercado. Como lo tenía, ya digo, por sabio, siempre imaginé a un anciano de pelo blanco y airado, así que ha sido toda una sorpresa descubrir a un hombre joven, de rostro simpático. Krugman no ha podido pasar mis pensamientos a limpio, porque en materia económica, estoy pez. Yo era, lo digo casi con vergüenza, de esa ¿mayoría? que al desplumar el periódico, tiraba el suplemento de negocios. Ahora andamos todos poniéndonos al día. Es angustioso porque por momentos no entendemos nada, y para colmo tenemos la poco consoladora sensación de que los expertos están también sumidos en el desconcierto. Por fortuna, Krugman es un buen maestro. No trata de confirmar nuestras convicciones, tan sólo intenta explicar qué es lo que nos está pasando. Léanlo.
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