Nostalgia de Kundera
Lo pensaba hace poco: echo de menos a Kundera. Desde el 2000 no ha publicado ninguna novela (aunque sí otro estupendo ensayo sobre el arte de la novela), y sus devotos estamos con hambre. Ahora reaparece su nombre en los periódicos, pero por motivos más que desasosegantes, perseguido por turbios fantasmas del pasado. Al parecer, en 1950, cuando contaba con 20 años de edad, delató en Praga a un joven desertor, Miroslav Dvoracek, que acabó pagando una dura condena por ello: una pena de muerte que después fue conmutada por catorce años de cárcel y de trabajos forzados en una mina de uranio.
¿Por qué hizo tal cosa? Puesto que Kundera no lo ha reconocido (por el momento), se barajan dos hipótesis: que lo hiciera por razones sentimentales (puesto que hay una mujer de por medio) o por querer (o necesitar) ser reaceptado en el Partido Comunista, del que había sido expulsado poco antes. El caso es que no volvería a ser readmitido en el Partido hasta 1956, y expulsado definitivamente en 1970. Para entonces ya se había convertido en un icono de la resistencia, al escribir La broma, una sátira feroz del totalitarismo comunista. Exiliado desde entonces en Francia, vive encerrado -según cuentan- en su casa, sin conceder ninguna entrevista desde hace años.
Al escribir tanto sobre la debilidad humana, ha podido estar luchando con sus demonios interiores
Recuerdo perfectamente el efecto que me causó La vida está en otra parte, la primera novela de Kundera que leí. Yo tenía diecisiete años y me deslumbró: hasta ese momento no había imaginado que se pudiera escribir de esa manera, con esa mezcla subyugante de narración y reflexión. Deseé -con pasión adolescente- llegar a escribir algún día la mitad de la mitad de bien que él. Después vinieron, golosamente, todas sus demás novelas y ensayos. Mi admiración por el autor no decreció en todo ese tiempo. ¿Y por la persona? ¡Ese desdoblamiento, esa delimitación entre uno y otro suele ser tan difícil!
Intento encontrar en sus obras alguna pista que explique su actitud. Me topo con esta descripción (en Los testamentos traicionados) de lo que supuso para él decidir ser novelista en la asfixiante Praga de los años 60: "Fue una actitud, una sabiduría, una posición; una posición que excluía toda identificación con una política, con una religión, con una ideología, con una moral, con una colectividad; una no-identificación consciente, obstinada, rabiosa, concebida no como evasión o pasividad, sino como resistencia, desafío, rebeldía. Terminé por tener extraños diálogos: '¿Es usted comunista, señor Kundera?'. 'No, soy novelista'. '¿Es usted disidente?'. 'No, soy novelista'. '¿Es usted de izquierdas o de derechas?'. Ni lo uno ni lo otro. Soy novelista".
¿Qué significan esas palabras de rabioso desapego? Kundera describe la tarea del novelista como un profanador de mitos, como un presentador de personajes que aspiran a ser comprendidos antes que juzgados. Pero esa total libertad creativa no puede estar desprovista de responsabilidad moral: sus obras tienen una clara repercusión social. Cabe la posibilidad de que al escribir tanto sobre la opresión comunista y la debilidad humana, Kundera haya estado luchando contra sus demonios interiores. Pero, si es así, ¿cuánto más le habría dignificado como persona haberlo reconocido?
"Es un atentado contra un autor", ha reaccionado, aturullado, por teléfono. No, Milan. El largo sufrimiento de Dvoracek no se debe al autor, ni nuestra decepción tampoco.
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