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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El hombrecillo del semáforo

En ocasiones, la simple imagen de un semáforo nos explica mucho más sobre un lugar que todas las guías turísticas del mundo. Por motivos de trabajo he estado estos días en México DF, una ciudad en la que han desistido de contar a sus habitantes, con una polución terrible y una calle tan literaria que obliga a escribir hasta a los indocumentados. Allí los muñequitos verdes de los semáforos, en vez de andar están dibujados corriendo. Normal si tenemos en cuenta que los conductores aztecas parecen empeñados en una guerra con los peatones, entre densos embotellamientos y una policía que -desde sus vehículos- va dando instrucciones a grito pelado por el megáfono. En pleno paseo de la Reforma, ante la lentitud en arrancar su automóvil, un conductor puede ser reprendido por el coche patrulla que tiene detrás con un estridente: "¡Órele, pendejo!".

El realismo mágico de esta capital nace del brusco contraste entre la posmodernidad más apabullante y la más remota tradición; formas antagónicas de entender la vida que sólo aquí parecen convivir como si tal cosa. Y eso que, durante mi estancia, el país no estaba para bromas. Como ya sabrá el lector, desde el pasado día 15 de septiembre se ha desatado una oleada de narcoterrorismo, creando un nuevo verbo: colombianizar. Allí la palabra malandrín no da risa y un cuerno de chivo es una ametralladora rusa. Arde Michoacán, y los Zetas y La Familia -las bandas más poderosas del narco- andan empeñadas en echarle un pulso al Estado, colgando amenazas en las paredes. Mientras, los indígenas de los 400 pueblos -los encuerados- se movilizan a diario en pelota picada, con pancartas que rezan: "Este Gobierno no resuelve ni los crucigramas".

Pero hay más, por todas partes. Al salir del aeropuerto, el anuncio de una empresa de seguros asegura: "Vivir es maravilloso". En un patio, un cartel roñoso aconseja: "No les griten a los conchodrilos". Pegado al escaparate de un comercio: "Si trae perro, átelo fuera, si no, no". En mi hotel -el Imperial, en plena Reforma, donde escribieron sus guiones Sergei Eisenstein y Orson Wells- me despierto cada día con el carillón de un reloj que toca el Asturias, patria querida. Y en la puerta de una pulquería alguien ha escrito: "Prohibida la entrada a despistados y uniformados".

Ante tanto aviso, sigue el carrusel de ruido e iniciativa privada. El domingo desfilaba frente al Imperial una interminable manifestación en protesta por la privatización del petróleo mexicano. De inmediato, a lado y lado de la marcha, en vez de los antidisturbios aparecieron decenas de pequeños puestos con ruedas que vendían quesadillas, zumos de fruta y golosinas, con cartelitos del tipo: "Mangos dulces sin pelar".

A pesar de las noticias que nos llegan por aquí, el Distrito Federal sigue en plena efervescencia. Nada parece perturbar a esta ciudad de pulso frenético y delirantes proporciones. Me lo contaba un amigo mexicano: "¿Qué podemos hacer, sino? Seguir con nuestra vida, como si no pasara nada". La prisa convierte cualquier mensaje en un chiste y eso hace el muñequito verde de los pasos peatonales, eternamente a la carrera, inalterable al desaliento. Mientras, desde un taxi a toda velocidad, marcha atrás y en dirección prohibida (para escapar de un atasco), vislumbro un rostro bajo la lluvia, metido en un microbús atestado de público que -a través de la ventanilla- me mira con cara de fatiga. Y me acuerdo del señor que tienen nuestros semáforos, andando tan verde y tranquilo -se diría que silba y todo-, insensible a lo que ocurre a su alrededor. Allí, en México, si uno desea seguir en su sitio tiene que correr.

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