Hombres que no me gustaban
Tengo un amigo que es de otra época. No sólo por la edad, ochenta tacos, sino por su habla, tan del Madrid popular, clara y sincopada, como si fuera separando las sílabas una a una. Mi amigo daría perfecto como Don Hilarión, por el acento y por su inasequible afición a las mujeres. Mi amigo, un figura, me dijo hace poco: "Cuando tenía treinta años era un imbécil, sólo me gustaban las de treinta para abajo; cuando tenía cuarenta amplié el abanico de mis gustos una década, y ahora que tengo ochenta, a pesar de que no practico más que en sueños, ya no excluyo a ninguna". Mi amigo es un viejo verde en toda la extensión de la palabra. La gente habla del viejoverdismo como ese gusano que corroe los años de la vejez, pero confieso, sin querer herir a nadie, que, puestos a elegir, prefiero que me toque (en sentido figurado) a mi lado en la mesa un intelectual que en sus últimos años haya degenerado en viejo verde que uno de esos otros tan llenos de sí mismos a los que la cabeza sólo les da para pensar en su triste posteridad. Los viejos verdes no tienen por qué ser maleducados; al contrario, a veces les basta con la proximidad de un perfume o con un botón desabrochado.
Los viejos verdes no tienen por qué ser maleducados. A veces les basta la proximidad de un perfume
Alec Baldwin, Richard Gere y Pierce Brosnan me parecían poco atractivos en su juventud, relamidos
El viejo verde más viejo que he conocido en mi vida fue un abuelo retorcido como un olivo centenario que me pidió tomarme del brazo para cruzar Vía Laietana, en Barcelona. Cruzamos, su mano apretando el grosor de mi brazo, su cabeza recostadita en mi hombro. Cuando llegamos a la otra acera, el abuelo le pidió a otra señorita que le cruzara de nuevo al otro lado de la calle. Para que luego digan que la relación sexual se basa sólo en la penetración. No creo resultar muy osada si aseguro que la profesión que tiene el porcentaje más alto de viejoverdismo es la de director de cine. La ecuación está clara: cuanto más viejo es el director, más verdes son las películas. Podría poner ejemplos, pero no, porque a los hombres no les gusta que les llamen ni viejos ni verdes. Y no lo entiendo, francamente, porque el viejoverdismo, bien entendido, es un movimiento de exaltación de la fisonomía femenina. Visto desde el otro lado, quiero decir, desde mi punto de vista, diré que a mí me pasa un poco como a mi amigo, que noto cómo poco a poco me van gustando hombres que antes detestaba o, simplemente, me pasaban desapercibidos. No daré nombres de españoles vivos (tampoco muertos), me iré al mundo del star system, que siempre es menos comprometido: Alec Baldwin, Richard Gere y Pierce Brosnan. Los tres me parecían poco atractivos en su juventud, relamidos, demasiado altos, con nariz y ojos pequeños y maneras de galanes antiguos, pero el tiempo me ha agrandado el corazón. A Richard Gere le perdoné su excesiva finura en Chicago; entonces entendí su ironía, su lado canalla, y volví a pedir sus películas antiguas, especialmente American Gigolo, sobre la que Boris Izaguirre y yo mantuvimos una larga conversación una tarde neoyorquina. Probablemente aquel Richard Gere estaba más cerca entonces (físicamente) de gustar a un gay que a una mujer, pero ahora sé apreciarlo.
Pierce Brosnan me parecía un repeinado, un viudo repeinado para ser más exactos; siempre me hacía dudar de sus méritos como actor el hecho de que en todas las entrevistas se destacase su elegancia o el que hubiera cuidado como un verdadero padre de los hijos de su primera mujer cuando ésta murió. En fin, es como si a un escritor se le describe, por sistema, como un gran amante de los perros. Y ahí tenemos a ese tercero, Alec Baldwin, que en estos días acaba de publicar un libro, Promise to ourselves. A journey through fatherhood and divorce (Promesa a nosotros mismos. Un viaje a través de la paternidad y el divorcio), que trata sobre cómo los abogados mangonean y esquilman a las parejas en los procesos de divorcio, sobre todo, dice el actor, a los hombres, sobre los que se lanzan como buitres para sacarles el dinero y privarles de la compañía de los hijos. El libro es serio, así lo ha dicho la crítica, aunque el autor, dicen también, respire por la herida, porque, aunque no es una colección de chismes, la experiencia de fondo es su divorcio de Kim Basinger. Es pública la manera en la que Basinger arremetió contra él a fin de socavar la relación del actor con la hija de ambos. Pero no es eso por lo que le he perdonado lo poco que me gustó en el pasado, ha sido el ir descubriéndole como un gran actor cómico (se encuentran en Youtube algunos de sus sketches televisivos), y también dramático (Infiltrados). Confieso, de todas maneras, que mi admiración por un hombre nunca es exclusivamente profesional, el físico cuenta. Y es que a aquel joven relamido los años le han añadido algunos kilos (fundamental), le han ensanchado, y las canas y las arrugas le han convertido en el hombretón que no era. Andaba yo, por cierto, brujuleando por mi barrio neoyorquino la primavera pasada cuando mis ojos, siempre alerta, interceptaron la presencia de un hombre tomándose una cerveza en una terraza, enfrente de Columbia. Primero pensé: "Qué empaque tiene ese tío, parece un actor de cine". Segundos después lo reconocí y me dije: "Ay, los años no pasan en Baldwin". -
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