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Columna
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A por ellos

Josep Ramoneda

Como complemento de los incidentes del derby de Montjuïc, hemos asistido durante una semana al tradicional desfile de las hipocresías. Gentes del fútbol, dirigentes políticos y medios de comunicación nos han dado la paliza con lacrimógenos discursos sobre la virginidad perdida del fútbol en manos de una banda de bárbaros. La fotografía de dos niños llorando, asustados por el hedor de la pólvora y el zumbido de la violencia, se ha vendido como un icono de la bondad del fútbol, representada por aquellos inocentes rostros, y la maldad de los extraños que metieron la violencia en la fiesta. No estaría de más preguntarse: ¿qué es menos ejemplar para un niño: ver a unos descerebrados tirando bengalas o a un familiar, fuera de sus casillas, escupiendo insultos al equipo rival? Lo primero es escandaloso para los que ahora se rasgan las vestiduras. Lo segundo forma parte de la esencia del fútbol para estos mismos predicadores. ¿No se les ha ocurrido pensar que la distancia entre las dos maneras de hacer no es tan grande? Sin duda, hay que echar del fútbol a quienes amenazan a los demás con bengalas o con palos, como hay que echarlos de cualquier sitio en el que quieran llevar a cabo sus fechorías, pero no por ello hay que negarse a ver lo evidente: que el fútbol, tal como es hoy, lleva este riesgo incorporado.

En el fútbol la violencia está a flor de piel, por lo que no hay que escandalizarse cuando estalla

Por mucho que digan sus propagandistas, el fútbol profesional no tiene nada de juego. Es un espectáculo que mueve miles de millones de euros, con la consiguiente trama de intereses, y que ejerce una útil función social de sublimación de la violencia. Donde hay tanto dinero que ganar o perder no se puede hablar de juego, sino de negocio. Es más, en este momento se ciernen sobre el fútbol dos amenazas que pueden acabar por completo con la ficción de la fiesta deportiva: el turbio dinero de los hipermillonarios rusos o árabes, con infinita capacidad de corrupción, y un sector en expansión como el de las apuestas, que vive de los resultados inesperados. Todo discurso idílico sobre el fútbol como una fiesta a la que asisten jóvenes y mayores en armoniosa alegría es patético. Nada tiene que ver con este enorme tinglado, gobernado por una pirámide de federaciones que se caracterizan por su escasa transparencia y que tiene en los árbitros -que sistemáticamente se niegan a disponer de medios técnicos para evitar los errores- la fuerza de choque con la que mantener a raya a los clubes.

Las sociedades son por definición conflictivas. El proceso civilizatorio ha reducido sensiblemente la violencia cotidiana. Pero la tensión forma parte de las relaciones entre humanos y en la lucha por el reconocimiento los resentimientos y los odios se acumulan. Es bueno que determinadas instituciones contribuyan a sublimar estas tensiones, a desplazar la violencia física hacia formas de representación simbólica. Al fin y al cabo, los Parlamentos democráticos no dejan de ser una forma de teatralizar los conflictos políticos, de modo que las palabras sustituyan a las armas. Por esta razón, los discursos parlamentarios tienen a menudo una agresividad verbal que no se toleraría en reuniones de buenas familias.

El fútbol cubre está función en el ámbito de las masas. El estadio es un vomitorio de agresividad social. A través de las patadas de los jugadores, del tenso ejercicio de confrontación física reglamentada que es un partido de fútbol, se proyectan fantasías y se derrotan fantasmas que por otras vías podrían conducir a batallas feroces. En la grada, personas de orden y reputación sueltan sin miramientos los demonios que llevan dentro, evitando quizá que éstos vayan directamente al rostro de la mujer, de un hijo o de un empleado. De modo que grandes cantidades de violencia potencial latentes en la sociedad se desbravan entre los muros del estadio, para que el lunes por la mañana la vida siga rodando razonablemente.

Naturalmente, en un espacio destinado a descargar las pulsiones violentas, la violencia está siempre latente. Y no es de extrañar que de pronto se generen torbellinos que provoquen la explosión de ésta; es decir, el paso de la representación y de la palabra a la acción violenta. Es lo que ocurrió, por ejemplo, en Montjuïc con ocasión del derby catalán. Obviamente, es obligación de las autoridades encontrar las fórmulas de control necesario para evitar las explosiones de violencia y para que el fútbol pueda seguir cumpliendo la función que se le ha encomendado. De ahí la cadena de responsabilidades contraídas por quienes debían garantizar el orden. Pero la primera condición para que se puedan corregir estas disfunciones es asumir la verdad del fenómeno y no querer encubrirla con mojigatos discursos edulcorantes.

El fútbol ha desarrollado conatos de literatura de la exaltación del arte y del genio de los futbolistas. Es un modo como otro de dignificar el ritual y, por tanto, de contribuir a que sea más eficaz en la función de sublimación de la violencia que le corresponde. Pero de ahí a la construcción de un discurso sobre el fútbol como prolongación de los jardines de infancia va un abismo. El espectáculo futbolístico contiene la violencia por cuatro vías: por los intereses en disputa, por la violencia física del propio juego, por lo que tiene de confrontación simbólica entre dos ejércitos enemigos (en la que los nacionalismos, el español, por ejemplo, en la última Eurocopa, hacen su agosto) y por lo que la grada aporta como violencia desplazada desde la calle. Por tanto, hay que saber que en el fútbol la violencia está a flor de piel. Y no hay que escandalizarse cuando estalla. Y menos en un país como España que ha convertido la expresión a por ellos en eslogan nacional futbolístico. Al fin y al cabo, lo que hicieron los Boixos Nois en Montjuïc fue simple y llanamente esto: ir a por ellos.

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