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Reportaje:

En busca de un judío muerto

Israel 'canonizará' a tres gallegas si el M16 halla la pista de Samuel Vendayan

En un cajón de una casa de Ribadavia hay guardado un duro alfonsino. Una moneda enorme de plata que el señor Estévez conserva desde los años 40 por consejo de su padre que en paz descanse. Entonces ya brillaban en los bolsillos las pesetas rubias de Franco. La pieza de plata no era de curso legal, pero cuando su hijo se la mostró, el padre no se lo pensó dos veces: "Gharda eso ben, que eso vale moito e alghun día sacarache dun apuro".

El duro de Alfonso XII era el pago por los servicios prestados y una forma de sellar su boca para siempre. Se lo dio Lola Touza una noche, después de que aquellos dos hombres que hablaban una lengua imposible (alemanes o polacos, nunca lo supo) se quitaron la ropa y se echaron al agua.

Estévez conserva el duro de plata que le dio Lola por pasar a Portugal a dos judíos
Hablaban una lengua imposible, pero logró entender el nombre de uno de ellos

El 7 de septiembre Ribadavia rindió homenaje a Lola, Amparo y Julia, as Irmás Touza, por esa su "gesta heroica" y secreta. Durante la II Guerra Mundial tejieron, dirigieron y costearon una red clandestina que salvó a muchos judíos, quizás más de 50, pasándolos por Ponte Barxas y otras rutas recónditas a Portugal; un territorio menos controlado por los nazis desde donde embarcaban rumbo a América o África los perseguidos. Tras el acto, en el camposanto donde las tres están enterradas, Estévez, de 86 años, se acercó a Julio Touza, uno de los nietos de Lola, y le confesó lo que nunca había confesado. Le contó que aún guardaba el duro alfonsino, que nunca lo había gastado por aquello de obedecer a su padre. Le explicó que su abuela y sus tías recurrieron a él en aquella ocasión porque tanto ellas como sus colaboradores habituales andaban muy vigilados. Él pescaba de noche en el Miño y por la mañana cambiaba los peces por huevos y otras cosas que tenían los vecinos. Monedas no solían llegar nunca a sus manos, y menos duros de plata.

Las Touza escogieron a este vecino porque conocía bien el tramo del Miño entre Ribadavia y Portugal y sabía qué atajos eran más seguros en la noche. Al chico, aquella misión se le grabó para siempre en la memoria, y pese a que aquellos dos hombres que guió hasta el paso seguro del río no hablaban cristiano, fue capaz de entender el nombre de uno de ellos. Cuando se desnudaron, vio que llevaban un número tatuado en el brazo. No sabía que eran judíos, pero aquel nombre, Samuel Vendayan, sonaba bíblico y no lo olvidó.

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Las Touza, que atendían la cantina de la estación, no eran judías. Tenían por única fe echar una mano a los demás. Durante la Guerra Civil habían llegado a estar en la cárcel por ayudar a muchos republicanos. Por esconderlos en un zulo que habilitaron en su propia casa, aquella casa grande que era a la vez casino y salón de baile, justo enfrente del ayuntamiento, donde estaban los calabozos provisionales. Pero las Touza también ayudaron a algún falangista. Y en Ribadavia todo el mundo les decía "Las Madres". Las tres murieron solteras, pero Lola, la jefa de la casa, tuvo un hijo, Julio, y Amparo y Julia también lo adoptaron. Para los vecinos, las Touza Domínguez eran madres de Julito y, después, de todos los demás.

Hace poco más de una semana, una mujer de Barcelona, al tanto por la prensa de la historia de las "Schlinder de Ribadavia", telefoneó a Julio, el nieto de Lola, que hoy es arquitecto en Madrid y casualmente amigo de Simón Peres y otros judíos por sus proyectos en el extranjero. Esta mujer era hija de un gallego ya fallecido que "había sido agente secreto". Le comentó a Touza que, por estas cosas de su padre, sabía que el M16 ya había desclasificado la lista de judíos que huyeron de los nazis. Touza se dirigió inmediatamente al servicio secreto británico, y desde Londres se comprometieron a enviarle los nombres de los judíos que lograron escapar por España, atravesando el país en tren desde Girona hasta Galicia.

En Ribadavia, por su historia, no calaban las soflamas del Caudillo contra los judíos. Las Touza, en contacto con los ferroviarios, pasaban a los huidos con la ayuda de dos taxistas, José Rocha y Javier Míguez, O Calavera. De intérprete hacía el tonelero, Ricardo Pérez, O Evanxelista, que había trabajado en Nueva York. Todo esto fue secreto hasta que el librero Antón Patiño lo escribió en 2005, saltándose el juramento al saber que le quedaban meses de vida. El arquitecto espera como agua de mayo la lista de Londres. Necesita encontrar en ella a Samuel Vendayan. Entonces tendrá la prueba que exige Israel para "canonizar" a las Touza. Declararlas "Justas entre las naciones". Heroínas del holocausto.

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