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La lacra que no cesa

ETA es una lacra, una pesadilla que vuelve una y otra vez, una tragedia interminable con su cortejo de destrucción, dolor y muerte, y, si se deja aparte el llamado terrorismo internacional, un caso único entre los países avanzados, resuelto ya el conflicto de Irlanda del Norte, una historia macabra que empaña el por lo demás encomiable palmarés de los 30 años de nuestra democracia.

¿Qué podría hacerse, más de lo que se hace, para terminar con tamaño desatino? A cada atentado se nos repite que el final de la banda terrorista está próximo, pero pasa un año y otro y, a pesar de detenciones y encarcelamientos, las pistolas y los explosivos no callan. La negociación, que fue una esperanza, ya no resulta posible. Es cierto que una lógica elemental indicaría que tras cuatro decenios, al hacerse más que patente que la violencia no sirve para nada y a nada ha conducido para quienes la ejercen, salvo a la reclusión de más de medio millar de personas, se impondría la autodisolución de ETA. Ésta, sin embargo, no se mueve en la racionalidad y por ello los intentos de todos los Gobiernos que en la democracia han sido de impulsar esa disolución se han visto frustrados.

Habría que dirigirse políticamente a los vascos que siguen justificando a ETA
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Se nos dice que policías y jueces acabarán con el terrorismo. Su labor, además de peligrosa y admirable, es, desde luego, eficaz. Sin ella habría mucha más violencia. Pero ésta continúa por la simple razón de que quienes acaban en la cárcel son sustituidos por otros. Esa continuidad explica la pervivencia de ETA y la dificultad de liquidarla.

Si sólo hubiera asesinos y dinamiteros, su erradicación sería relativamente sencilla. Al fin y al cabo, criminales hay en todos los países y no plantean el rompecabezas que aquí existe. Es la mentalidad que existe en parte de la población vasca lo que hace que siempre haya voluntarios para practicar desde la kale borroka al coche bomba. ¿Cuántos son los que así piensan? ¿Cincuenta mil? ¿Cien mil? ¿Cómo es posible que en un pueblo tan civilizado en tantos aspectos, una parte de sus habitantes no haya asumido ideas básicas de convivencia, paz y respeto al que piensa de modo distinto? Esas ideas hoy se aceptan sin discusión en todo país avanzado. En España también se han impuesto desde que acabó la dictadura. ¿Por qué, entonces, esa excepción?

Quienes se apuntan a las ideas de la izquierda abertzale, unas ideas que deberían ser tan aceptables como cualesquiera otras, son gente que parece normal. Se les ve marchando en manifestaciones numerosas tras la ikurriña y la banderola de turno pidiendo libertad para los asesinos, cuyas fechorías no se condenan jamás. Son personas de aspecto educado que nada tienen que ver con lo que puede contemplarse en Oriente Medio o en otros lugares donde las protestas en apoyo de la violencia tienen su raíz en la pobreza, el desempleo, el analfabetismo y la continua frustración que es el vivir de cada día. Son buenos padres o madres de familia, buenos hijos, buenos amigos de sus amigos, buenos aficionados al fútbol y a comer bien, socios del Athletic o de la Real y de las cofradías gastronómicas, gente, pues, como tanta otra, si no fuera por esa grave deformación que les lleva a pensar que asesinar tiene sus atenuantes o más bien sus eximentes. ¿Acaso, se dicen entre sí, no hay una Ley de Partidos que los discrimina? ¿Cómo no va a haber que defenderse de esa odiosa discriminación? ¿No hubo hace 20 años el GAL? ¿No persiguió Franco a los vascos? Y así la deformación sigue y sigue, pues el virus se transmite de generación en generación y así se justifica, cuando no se ensalza, a los asesinos y nadie se acuerda de los asesinados. ¿Qué pasará en el corazón de esas personas para haberse endurecido hasta ese extremo?

Cuesta creer que tal situación no tenga remedio y que esa patología social no tenga cura. ¿No cabría dirigirse más a esos ciudadanos? ¿No cabría hacer una campaña basada en tres sencillos puntos? Primero, defender el independentismo por cualesquiera vías pacíficas es algo perfectamente respetable. Segundo, la violencia en política es de todo punto inaceptable y ha de condenarse sin ambages. Tercero, quienes no condenan la violencia quedan excluidos en todo país civilizado.

Hay un precedente de cómo pueden cambiar las actitudes. No hace mucho ETA contaba con simpatías en países de América Latina e incluso de Europa. Hoy esas simpatías han desaparecido, al convencerse Gobiernos y ciudadanos de todas partes que defender con la violencia unas ideas, las que sean, es una aberración y quienes lo hacen son unos criminales que tendrán móviles políticos pero que no dejan de ser criminales.

Se dirá que esa campaña ya se intenta por algunos. Si se hiciera, sin embargo, con más intensidad y con participación de instituciones, partidos, sindicatos, obispos, medios de comunicación, quizá cundiera la idea de que es obligación de los propios vascos contribuir más activamente a acabar con la lacra que no cesa.

Francisco Bustelo es catedrático jubilado de Historia Económica y rector honorario de la Universidad Complutense.

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