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Columna
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Regreso al pasado

La peculiar cruzada del conseller Font de Mora contra la Educación para la Ciudadanía, la orden de dar la asignatura en inglés, nos ha convertido en el hazmerreír del país. Seguramente, no era esto lo que el consejero pretendía, pero una serie de medidas poco reflexivas y atropelladas, nos han llevado a este punto. La cuestión, ahora, es ver cómo saldremos de él. Me temo que la imagen que estamos dando al resto de España de nuestra educación no sea la más favorecedora, aunque no creo que esto importe demasiado al consejero. Peor imagen ofrecen las cifras que se publican sobre el estado de la enseñanza en la Comunidad y no parecen quitarle el sueño a él, ni a Francisco Camps. Cada nueva estadística que se conoce, cada estudio que se divulga, confirma lo que muchos temíamos: la educación en la Comunidad Valenciana empeora de un curso para otro. Lo grave es que no se ve límite a este descenso, ni voluntad política para detenerlo.

A la hora de explicar el conflicto, se ha insistido en que era una argucia para enfrentarse a Madrid y desgastar al Gobierno socialista. La obsesión de Camps con Zapatero es bien conocida. En mi opinión, no se trata tanto de una cuestión ideológica como de un arma de propaganda política. El enfrentamiento continuo con Madrid lo emplea Camps, sobre todo, para cubrir sus propias deficiencias. Es una vieja maniobra de distracción, muy utilizada en la política: mientras consideremos a Zapatero el responsable de nuestros problemas, nadie le pedirá cuentas a Francisco Camps de su conducta. Como los socialistas valencianos no encuentran el modo de oponerse a la receta, Camps acude a ella a en cuanto siente necesidad.

Dos efectos imprevistos ha tenido el conflicto de Educación para la Ciudadanía: uno ha sido mostrar públicamente el mal funcionamiento de la Consejería de Educación; el otro, desvelar el carácter autoritario de Font de Mora. La incapacidad que han exhibido los cargos de la consejería en este asunto resulta notable. Estas personas han conseguido que una polémica creada para atacar al Gobierno de Zapatero, se vuelva en su contra, y lo haga de la peor manera posible: poniéndoles en ridículo. No es mala hazaña. Si pensamos que son estas mismas personas quienes toman a diario las decisiones que afectan a nuestras escuelas y profesores, ¿hemos de extrañarnos del estado en que se encuentra la enseñanza?

El efecto más inesperado que ha tenido el conflicto ha sido mostrarnos la cara autoritaria del conseller Font de Mora. Esa imagen de gobernante contenido que el consejero había tratado de fijar a lo largo del tiempo, se ha derrumbado esta semana. El efecto ha sido severo. Desbordado por la situación, incapaz de resolver el problema, Font de Mora ha recurrido al autoritarismo, que es el refugio de quienes pierden la autoridad. El titular que publicaba este diario, el pasado jueves, denunciando que Los inspectores entran en las clases por primera vez desde el franquismo, resumía perfectamente la situación. De golpe, Font de Mora nos ha devuelto a un país de treinta años atrás.

Acostumbrado a gobernar sin oposición política, es probable que Font de Mora no haya medido el alcance de sus decisiones. Hasta hoy, bastaba dar una orden, cualquier orden, para que ésta se cumpliera sin excesivos problemas. No ha sucedido así en esta ocasión. Font ha dado la orden y esta no se ha cumplido; los profesores, en lugar de obedecer, como estaba previsto, se han rebelado contra la imposición. Se esperaba una resistencia, porque es natural que ante una orden de este tipo surja alguna oposición, pero nunca que alcanzara la intensidad actual. La conducta del consejero, la propia incongruencia de sus disposiciones, ha convertido el asunto en una cuestión de dignidad personal que algunos profesores no podían tolerar.

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