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Columna
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Barcelona, la marca o la vida

¿Es necesario un esfuerzo público para vender la marca Barcelona? Sí, pero... Las iniciativas municipales son numerosas, para todos los públicos, locales, visitantes, extranjeros y globales. De todo tipo, desde las campañas locales que se iniciaron en los ochenta -el Barcelona més que mai- a las actuales que más o menos transmiten el mismo mensaje. Hay que reconocer que todas han sido técnicamente bien concebidas y realizadas, aunque podría discutirse si son las que corresponden al momento actual, pues la autoestima ciudadana es suficiente y el autobombo público sobra. Lo mismo podría decirse de la promoción internacional. La candidatura olímpica permitió realizar una inteligente proyección exterior, por ejemplo vinculando los contratos para los Juegos con las grandes cadenas de televisión a la difusión de reportajes sobre la ciudad. Pero es dudoso que cofinanciar con los dineros de los contribuyentes la última película de Allen aporte grandes beneficios a la ciudad. Ya nos conocen en todas partes. Por razones profesionales viajo bastante y he comprobado que si hace 20 años en el mundo se nos conocía muy poco, ahora es todo lo contrario.

Es dudoso que cofinanciar con dinero de los contribuyentes la película de Allen aporte grandes beneficios a Barcelona

Es cierto que si no estás en los medios globales continuamente desapareces gradualmente de los imaginarios colectivos. La cuestión es cómo apareces, cómo te interesa aparecer. No creo que la imagen postalera sea la más adecuada. La buena imagen que se empezó a mostrar antes de los JJ OO contó con la verificación decisiva de éstos, su exitosa gestión y el comportamiento de la ciudad, de sus servicios y de sus ciudadanos. ¿Ahora tenemos unas obras, unos eventos, unas infraestructuras, unas ofertas que estén a la altura de la buena imagen conseguida? Me temo que no. La operación Fórum no tuvo el éxito esperado, el tren de alta velocidad por ahora es un talgo Madrid-Barcelona mejorado, el aeropuerto anda pero en otras ciudades corre. Quizá el puerto es la excepción positiva: un puerto comercial importante, y también un gran puerto ciudadano, el principal de cruceros del Mediterráneo. Se mantiene el buen nivel de la oferta cultural pero aún no hemos encontrado el equilibrio entre lo local, identitario, catalán y lo global, cosmopolita, universal. En un pasado reciente el urbanismo y la arquitectura fueron y son nuestra carta de presentación, pero el presente ofrece un panorama poco atractivo. La ciudad de los arquitectos ha caído en el manierismo, en el tape-à-l'oeil, la obra singular cuyo objetivo principal es llamar la atención. Si quieren mostrar a los visitantes una gran operación digna de un museo de los horrores llévenlos a recorrer la Gran Via Sur, de la plaza de Espanya hasta más allá de L'Hospitalet: contemplarán el lamentable espectáculo que ofrecen la amazacotada Ciudad Judicial y la absurda, exagerada, inhóspita, obscena y urbanicida plaza de Europa, que aunque se encuentre fuera del término municipal no es precisamente la mejor publicidad de la ciudad.

Entre la ciudadanía y en los medios de comunicación ha ido creciendo un cierto malestar creado por los efectos perversos y las molestias resultantes de la moda Barcelona, desde la especulación inmobiliaria y la presión sobre la vivienda popular vinculada a la demanda turística hasta los ruidos nocturnos y la invasión de los espacios públicos. Y la crítica urbana se ha expresado mediante un lamento constante que expresa algo así como un sentimiento ciudadano de desposesión de su ciudad. Ahora que resurge el marxismo como profeta de la crítica al capitalismo (incluso el arzobispo de Canterbury declara que es muy posible que Marx tuviera razón) podríamos definir este sentimiento como "alienación urbana generada por el capitalismo globalizado". El gobierno de la ciudad ha percibido este estado de ánimo y se ha orientado hacia una llamada política de proximidad, tan bien intencionada como insuficiente. En el suspiro ciudadano añorando supuestos tiempos mejores como en la política de la proximidad municipal hay un aroma arcaico un poco reaccionario.

Seamos consecuentes. Perdimos las viejas industrias textiles, químicas y siderúrgicas y las hemos sustituido por el turismo diversificado (ocio y diversión, ferias y congresos), por los servicios a las personas y a las empresas (educación, finanzas, sanidad, comercio) y por algo de nueva economía vinculada a la información y comunicación. Antes teníamos humos y malos olores de las fábricas, ahora tenemos contaminación atmosférica y ruidos propios de una ciudad que funciona las 24 horas del día. Es legítimo que los que sufren estos efectos sobre sus condiciones de vida lo lamenten y reclamen su reducción. Hay que asumir que no se pueden tener los beneficios del cambio sin los inconvenientes, pero el problema es que los que menos se benefician son casi siempre los más perjudicados por este cambio. La justicia social urbana consistiría, por ejemplo, en concentrar las actividades más ruidosas en las zonas residenciales de mayor nivel de vida. Es una sugerencia para modernizar la política de proximidad.

La principal cuestión que deben afrontar las políticas urbanas es la reducción de las desigualdades sociales. En los ingresos, en el acceso a la educación y a la cultura y también en la calidad de la vida urbana. Distribuyamos mejor costes y beneficios y no actuemos a golpe de demandas atomizadas o de campañas de prensa demagógicas. Vean el reciente número de la revista El Carrer, que analiza la especulación en Barcelona y sus efectos en la composición social de los barrios. Si se quiere realizar una política productiva y redistributiva justa debe hacerse a nivel de la realidad urbana cotidiana que va más allá de las fronteras municipales. Si no es así, la proximidad municipal y las quejas vecinales no tendrán otro resultado, no deseado seguramente, que acelerar la conversión de la ciudad central en una zona de negocios y de diversión, con algunos enclaves protegidos para gente bien.

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