Una noche de encuentros
Cuando en 1988 organicé el primer festival de danza española en el extranjero que reuniera a todas las modalidades que surgían en esta tierra de baile, propuse al Teatro Romolo Valli de Reggio Emilia (Italia) una gala de clausura bajo el lema Una noche de encuentros. En el elenco tan particular de aquella velada única estaban desde Los Pericet y Blanca del Rey hasta Ana Laguna, unos jóvenes y pujantes Antonio Márquez y Arantxa Argüelles, y cómo no, Mario Maya. Cuando le llamé, no dudó en aceptar y bailó un Solo flamenco conmovedor, concentrado, lineal y grande. Ya entonces bailaba poco y estaba dedicado a su gran pasión, enseñar y transmitir sus ideas y rigores en el terreno de la danza española y el ballet flamenco y coreografiar lenta y concienzudamente. Pero ese día lo dio todo y es inolvidable.
Es Mario Maya una figura esencial para entender la confluencia evolutiva sobre las tablas del flamenco vernáculo con el teatro musical moderno. Hay dos detalles en su biografía que le sitúan como pionero en la configuración del ballet flamenco actual: primero su paso por la compañía de Pilar López en la década del los cincuenta y después su estancia en Nueva York a principios de la década de los sesenta, y que él mismo reconocía que le había abierto miras y puesto en contacto con el arte de vanguardia internacional. Nadie pasaba por Pilar López sin recibir ese baño de sobriedad y compromiso, lo que influía de manera muy diversa en cada cual. Pensemos que El Güito, Antonio Gades y el mismo Maya coincidieron en esa formación legendaria y generaron después sendas muy distanciadas entre sí.
Los conceptos teatrales de Mario Maya han atravesado las décadas de fusión y reasignación estilística del ballet flamenco, manteniendo su sentido de búsqueda, su implicación intelectual y sus principios estéticos en los que se respira la dominante del baile masculino. Para Maya, debía de haber una dramaturgia bailada propia desde donde se expandía a una expresión más universal. Esa es la médula y génesis que empieza en los años de Ceremonial (1974) y llega hasta El amor brujo (1987), pasando, eso sí, por experimentos y riesgos que se palparon en Camelamos naquerar (1974) primero y en Amargo (1980-1984) después.
Controvertido por sus opiniones, no siempre aceptado, obstinado en su quehacer, me queda de Mario Maya, entre otras memorias, su baile solitario; cómo sin moverse de una silla de anea, era capaz de dominar y encandilar a todo un auditorio; me queda su braceo geométrico y hasta obcecado en lo viril, los molinos vertiginosos de sus puños cerrados hacia dentro y hacia afuera, un tipismo del que llegó a fundar estilo.
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