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El verbo se hizo imagen

Estos días terminan las verbenas de agosto, con sus breves noviazgos entre cineastas y escritores, y se encienden las luces de los estrenos de septiembre, comienza el curso oficial, y cada uno vuelve donde solía. En vacaciones, a la sombra de los pinos, en el vagar de la brisa, rebrotan los seminarios sobre cine y literatura. Es una flor que se da en verano y se la lleva el otoño. Pero la planta renace al verano siguiente con nuevos vástagos, nuevas semillas, en un retorno incesante. ¿Tanto misterio esconde la cosa que no termina nunca de resolverse? ¿Merece tanta dedicación, aunque sea en el vagar del vago estío? ¿O es que preferimos que no se resuelva nunca, y así disfrutar de la compañía de ponentes y deponentes, admiradores y admirados?

De entrada, se suele despachar el tema con más ingenio que reflexión, que por algo estamos en vacaciones. O bien se acude a la anécdota sobre el carácter de las relaciones entre el adaptador y el adaptado. Preferiblemente malas, si se puede elegir, puesto que son más entretenidas.

La decepción suele acompañar las grandes expectativas que se abren en el encuentro -o encontronazo- de un buen cineasta y una buena novela. Salvo magníficas excepciones. ¡Pero es que todas las obras artísticas son excepciones! Una novela, una película, es un prototipo, una invención, y por lo tanto tiene carácter de fuera de regla, aunque se la clasifique por géneros, o en cualquier otra categoría. Durante años se ha dividido el territorio entre el cine y la literatura con la linde de la diferencia específica entre ellos, como quien pone cercas al paso libre del ganado, allá en el western clásico. Y sin embargo...

A mi juicio, el principal problema de las adaptaciones no es, como comúnmente se cree, la distancia que hay entre lo escrito y lo filmado, sino precisamente la proximidad entre ambos, la parecida estrategia narrativa entre el cine y la literatura. Algunas dificultades para la adaptación son muy conocidas. Lo digo también como adaptador ocasional. El primer aprieto no es con lo que se coge, sino precisamente con lo que se deja de un escrito. Pero ahora no me estoy refiriendo a esto, sino al problema de fondo. La raíz narrativa es la misma en un relato escrito y en uno filmado. No digamos ya en una película al estilo de las series televisivas, en las que el diálogo es casi todo y la imagen casi una redundancia, sino en películas con potente puesta en escena. Los recursos narrativos, los artilugios para mantener la atención del espectador, sobre todo en la novela tradicional, son muy parecidos a los de la narración fílmica. Yo diría que peligrosamente parecidos.

Durante los años setenta se vivió una fértil polémica entre lingüistas y cineastas sobre si el cine era una lengua, como la que sirve para hablarnos, leernos y comunicarnos, o era un lenguaje, algo sin duda menos complejo pero muy directo. Ha predominado la segunda opción. Eso no significa ser más o ser menos importantes en una escala artística, como no lo es la pintura o la música respecto a la literatura. Pero la diferencia que media entre el lenguaje de la pintura, por ejemplo, y el de la literatura es muy distinta de la que media respecto al lenguaje del cine y el literario. Por eso la mera diferencia específica, sin más, tan esgrimida, invocada y divulgada no nos sirve.

Donde termina el lenguaje termina el mundo, venía a decir el primer Wittgenstein. La solución la dejaremos para el próximo verano.

Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, Cantabria, 1942) es cineasta. Todos estamos invitados es su última película.

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