La herencia de la Expo
No veremos de verdad los jardines de la recién clausurada Expo de Zaragoza hasta 2018. Un buen paisajista diseña un jardín sabiendo que su esplendor tardará 10 años en llegar. En ese tiempo caben dos legislaturas y media. Y un niño pasa de primaria a la universidad. La década que templa el paisaje es un lujo que pocas disciplinas se pueden permitir. La industria lleva a los escritores a inventar historias cada pocos años, y las ferias y la pasarela obligan a diseñadores a idear una colección por temporada. Un edificio nunca vuelve a aparecer como lo hizo en su inauguración. Más tarde, sólo el recuerdo o las fotografías parecen decir la verdad. No desgasta únicamente el uso o la ausencia de mantenimiento, también el peso de las modas, que aumenta con el paso del tiempo hasta salvar para siempre o convertir en insufrible un gesto osado.
Tener el tiempo a favor exige paciencia, previsión, distancia y, también, dosis de humildad. Con todo, la espera no es la única lección que riega los paisajes. Un parque es un lugar de convivencia. La tierra admite a extranjeros acostumbrados a otros climas siempre que alguien vele por ellos. La protección de una sombra o el cuidado de un jardinero hacen posible que una palmera oriunda de México y un sauce llorón con antepasados chinos compartan un mismo prado.
¿Cómo puede leerse esa convivencia en la arquitectura? ¿Cómo aplicarla, además de al espacio de una calle o una ciudad, al paso del tiempo? Óscar Tusquets estaba tan fascinado con la poca importancia que la arquitectura actual concede al paso del tiempo, y tan irritado con el escaso demérito que leemos en el deterioro de un inmueble, que ideó el Premio Década, que valora la vigencia de los mejores edificios barceloneses con 10 años a cuestas. Un paisaje no necesita un jurado: paciente, discreto y generoso se ofrece sin alardes a quien busca el tiempo para verlo y usarlo.
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