José María Cirarda, el último obispo del Concilio Vaticano II
Prelado en Bilbao y Pamplona, se enfrentó al nacionalcatolicismo franquista
Ayer a mediodía se extinguió en Vitoria la vida del arzobispo emérito de Pamplona, José María Cirarda, uno de los grandes prelados del catolicismo español en la convulsa transición del nacionalcatolicismo franquista a la libertad religiosa. Era, a sus 91 años, el último obispo español testigo de los acontecimientos extraordinarios que se produjeron en el Concilio Vaticano II, celebrado en Roma entre 1962 y 1965. Dos años antes había sido consagrado obispo auxiliar del cardenal Bueno Monreal en Sevilla, con residencia en Jerez de la Frontera. Fue el único camino que encontró Roma para incrustar en el episcopado a un joven y brillante sacerdote vasco (había nacido en Baquio, Vizcaya, el 23 de mayo de 1917), licenciado en Filosofía, doctor en Teología y a la sazón profesor de Dogmática en el seminario de Vitoria.
Franco, que tenía derecho de veto sobre el nombramiento de obispos (en realidad, los elegía él), no quería verlo ni en pintura, y lo eliminó de cuantas ternas llegaban a su despacho en el Pardo. Pero el papa Juan XXIII, que había visitado España cuando era nuncio del Vaticano en París y que tenía en la capital de Francia frecuentes y amistosos contactos con la oposición al dictador, no cejó en sus deseos de elevar al episcopado a Cirarda. La vía fue un obispado auxiliar, sobre los que el régimen nacionalcatólico no tenía veto.
El cardenal Tarancón, el gran prelado del catolicismo nacional esos años, cuenta en sus memorias que el papel de los obispos españoles en el Vaticano II fue irrelevante porque cuando llegaron a Roma desconocían, la mayoría, las corrientes teológicas que iban a revolucionar aquel concilio. Cirarda era de la misma opinión. Fue él quien contó hace cuatro años, entrevistado por la Radio Vaticana en Roma, que algunos prelados habían sido llamados por Franco a Madrid para darles consignas o instruirles. Fueron varios los que viajaron desde Roma para acudir a la llamada. Él no se movió. Ni él, ni los llamados taranconianos, que gobernaron más tarde la complicada transición de su iglesia hacia la democracia.
Lo que más angustiaba a Franco y a la mayoría de los prelados era la idea del Papa de emitir desde el concilio un documento que proclamase, como derecho humano fundamental, la libertad de conciencia y la religiosa -reprimidas ambas con saña en España-, y como nueva estrategia vaticana, la política de radical separación Iglesia-Estado. La católica era entonces la única religión del Estado español, que definía a esa iglesia como "sociedad perfecta" en el BOE de 19 de octubre de 1953, adjudicándola innumerables privilegios, sobre todo económicos.
Encabezados por el primado de Toledo, Enrique Pla y Deniel -autor de la pastoral que primero calificó de "cruzada" la guerra incivil iniciada tras el golpe militar del 18 de julio de 1936-, la inmensa mayoría de los 69 prelados españoles presentes en el concilio execraban de todos los cambios, pero sobre todo de ése. Cirarda contó a Radio Vaticana que cuando iba a votarse ese documento en el plenario, el obispo de Canarias, Antonio Pildain y Zapiain, le confesó, casi cadavérico, que estaba rezando para que se hundiera el techo de la basílica sobre el aula conciliar y acabara con los obispos antes de votas y aprobar semejante cambio.
Entre otros gestos de hostilidad y resistencia postconciliares, Franco se negó a renunciar a su privilegio para nombrar obispos, pese a las requisitorias papales (lo hizo su sucesor, el Rey, el 16 de julio de 1976). Pablo VI no se acobardó, con condenas reiteradas a los fusilamientos del régimen, y sus torturas. La tensión culminó con la apertura en Zamora de una cárcel sólo para curas. Para entonces, Cirarda había ascendido, en julio de 1968, a obispo titular de Santander, y en noviembre del mismo año, a Administrador Apostólico de Bilbao.
Tras un periodo en la diócesis de Córdoba (entre 1971 a 1978), Tarancón, con el que ocupó cargos destacados en la Conferencia Episcopal, incluida la vicepresidencia entre 1978 a 1981, logró trasladarlo a Navarra, como arzobispo, a la vez que administrador apostólico de Tudela. Allí se unió al frente en favor del diálogo con ETA para acabar con la violencia -que siempre condenó con energía-, y de un cierto nacionalismo, junto a prelados como Añoveros, Setién, Uriarte o, ahora, Blázquez, por citar nombres representativos en las últimas décadas. Jubilado en mayo de 1992, fue sustituido por Fernando Sebastián, que ha sostenido las tesis contrarias.
Cirarda pasó sus últimos años en Vitoria, al cuidado de una hermana y una sobrina. La misa funeral córpore insepulto se celebrará este viernes en Mundaka (Vizcaya), a las doce de la mañana.
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