Palin
Hay cosas en que la izquierda y la derecha americanas se ponen de acuerdo: en la irritación que les provoca Huckleberry Finn. La historia de Mark Twain, que despertó la vocación de tantos escritores americanos, es tachada por los fanáticos de la corrección política como racista, por la presencia de la palabra nigger, y, por su parte, a alguien como la señora Palin, le debe inquietar la humanidad que despliega el libro hacia todas las criaturas. Pero la señora Palin no tiene ojos sólo para el personaje de Twain, en esa lista recién publicada de los libros que la gobernadora quiso retirar (y no pudo) de la biblioteca de Wasilla, el pueblo del que fue alcaldesa, brillaban obras de Faulkner, Arthur Miller, Salinger, Shakespeare y hasta esa novela ejemplar, Matar un ruiseñor, que sigue enseñando a los niños americanos que la justicia debe estar por encima de los sentimientos irracionales.
Los deseos censores de Palin suponen una alegría para los que nos dedicamos al oficio literario porque, mientras tantas voces auguran la muerte de la novela, hay una mujer, con serias probabilidades de ser vicepresidenta del país más poderoso del mundo, que aún cree que la literatura puede tener un efecto crucial (a sus ojos devastador) en la vida de los ciudadanos. Por su parte, los voceros de la derecha española ven en ella innumerables motivos para la esperanza: infatigable lucha por la pena de muerte, vía libre para chupar petróleo de Alaska, negación del calentamiento global, prohibición de la educación sexual y de la teoría de la evolución en las escuelas y un espíritu de "victoria" que debe marcar la política en ese extranjero que Palin debe contemplar de forma difusa, ya que se sacó por vez primera el pasaporte el verano pasado para visitar tropas de Alaska en Turquía y Alemania.
Y todo esto sin abortar ni una sola vez.
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