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DESDE MI SILLÍN | VUELTA 2008 | Décima etapa
Columna
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Dos etapas

No me hagan mucho caso, que no soy yo un experto en cuestiones de reglamento, pero creo que desde hace algún tiempo están prohibidos en el ciclismo los dobles sectores. Pero, hecha la ley, hecha la trampa: hay organizadores que esquivan al reglamento recurriendo a la lógica: si no se pueden hacer dos semietapas en un día, se hacen dos etapas y asunto concluido.

No es éste el problema de las grandes vueltas, pues en tres semanas hay tiempo para todo sin tener que optar por la condensación. Pero hay días, como el de ayer, en los que uno recurre mentalmente al mismo truco. Ves el recorrido, tuerces el gesto y divides automáticamente la etapa en dos partes. Pero no cometes el error de pensar en dos mitades, no. Son dos etapas independientes. Una no tiene nada que ver con la otra; sobre todo, porque las sensaciones -malas- que sabes que tendrás en la primera no tendrán nada que ver con las de la segunda. Parece una tontería, pero aseguro que el truco a veces funciona. Por ejemplo, ayer sin ir más lejos.

La etapa salía de Sabiñánigo y terminaba en un lugar indefinido situado entre el mismo alto de Monrepós y los alrededores de la ciudad de Huesca. La primera etapa, me refiero. Después del día anterior -el día rectangular, ya saben-, ya imaginaba que la subida al puerto no sería fácil. No me equivocaba lo más mínimo. Por eso, si conseguía llegar al alto en el pelotón, el objetivo del día estaría cumplido. En caso contrario, como al final ocurrió, el objetivo era reintegrarme al pelotón lo antes posible. Los que me acompañaban y yo lo conseguimos después de un par de kilómetros de descenso. Objetivo cumplido, mero trámite de supervivencia.

La otra etapa, la que verdaderamente importaba, comenzó más adelante. Salida en el avituallamiento y llegada en las calles de Zaragoza. Terreno llano y ventoso, el mejor caldo de cultivo para la tensión. Pero, finalmente, nada pasó y asistimos a lo predecible, la llegada al sprint. A mí me tocaba cubrirle las espaldas a Freire, que se levantó con ganas. Tres kilómetros, dos y pronto llegaría el momento de entrar en acción. Pero un ataque suicida de Pozzato desbarató la organización y perdimos el contacto visual. Bajo el triángulo rojo del último kilómetro, me sentí como un niño perdido en una feria. Pegamos un acelerón tratando de remontar posiciones antes de la última curva. Allí le dejé, cuarto o quinto en la curva, y a partir de ahí ya no sé lo que pasó. Que sea él quien responda.

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