Lo que pasa en Madrid cuando no pasa nada
41 accidentes de tráfico, 44 caídas, 35 incendios... Un día en una ciudad de 3,2 millones de almas
"Tres segundos más y...". El guardia civil sacude la cabeza y no acaba la frase. Y no lo cuenta, quiere decir. Son las tres de la mañana y acaban de encontrar a un hombre mayor caminando por la calzada interior de la M-40. Solo, vestido con vaqueros, camisa de franela a cuadros y jersey. Repite una y otra vez "Dios mío" con acento extranjero, del este de Europa. No lleva documentación. Dice que se llama Ludwig, "como Luis", ayuda. Rosa, la supervisora de guardia del Samur, le huele. No parece bebido. Una herida le recorre la mejilla izquierda. "Soy enfermera, voy a ver qué le pasa".
Ludwig posa sobre ella sus ojos azules. Parece que hasta entonces no la haya visto. "Enfermera, como mi hermana y mi hija...". Sólo acierta a repetir un nombre impronunciable cuando le pregunta dónde está su casa. Algún lugar de Polonia. "¡Tengo casa!", insiste. Un sanitario le limpia la mejilla. Sólo es sangre reseca, sin herida debajo. "Está desorientado", confirma Rosa, que decide llevarle al hospital.
"¡Tengo casa!", repite un hombre que anda desorientado y solo por la M-40
¿Qué pasa en 24 horas en una ciudad como Madrid? ¿Cuántos accidentes hay? ¿Cuántas agresiones? ¿Cuántos robos? Un día cualquiera, uno más, elegido al azar, como el miércoles 3 de septiembre. "¿Los datos de ayer? Pero si ayer no pasó nada", se extraña el portavoz de Emergencias Madrid. Según como se mire, es cierto. Ni apuñalados, ni tiroteados, ni accidentes graves. A juzgar por los periódicos del jueves, no pasó nada reseñable. Pero nada, en una ciudad de más de tres millones de habitantes, significa mucho.
Significa, por ejemplo, que el Samur tuvo 306 intervenciones, algo menos de la media, que ronda las 350. Hubo 41 accidentes de tráfico (22 de coche, 2 de bici, 12 de moto y 5 atropellos), 44 caídas en la calle, 44 mareos o lipotimias, 14 agresiones, 20 intoxicaciones etílicas. Un suicidio, de un hombre que se tiró desde un quinto piso a un patio interior en el barrio de Moncloa. Un bebé estuvo a punto de nacer en plena calle de los Libreros. La Asociación Igualdad para los Animales se manifestó en Sol al mediodía. Un pequeño incendio en la azotea del hotel Wellington sacó de sus habitaciones a 17 personas. Mucho humo, mucho susto, pero no hubo heridos. Murieron 40 personas, la mayor de 100 años; la menor, de siete. Nada.
Un hombre se sube al autobús en el paseo del Prado. Polo azul marino, vaqueros y un mapa turístico de Madrid en la mano. Se acerca al oído del conductor mientras señala el plano. "Soy policía. ¿Te suena si llevas algún carterista?". El chófer niega con la cabeza. "Esta tarde no he visto". Un "gracias", y para abajo. Quizá el siguiente. El cabo Manuel es el jefe de los rutas, un grupo de la Policía Municipal que vigila los autobuses urbanos y los intercambiadores. Lo suyo son los carteristas y los descuideros, esos que se esfuman con las maletas ajenas en cuanto el viajero da una cabezada.
A muchos ya los conocen. Por habituales. A otros, los intuyen. La experiencia les dice que no es normal llevar un bolso en bandolera del que cuelga una chaqueta de lana. Al menos, no el 3 de septiembre, con veintipico grados a la sombra. Un hombre de cincuenta y tantos y calvicie avanzada que espera en Fuencarral se ajusta a la descripción. Los rutas lo calan enseguida. Deja pasar un autobús; no está lo suficientemente lleno. En el siguiente, de la línea especial que cubre el trayecto Tribunal-Atocha, sí se sube. Como sardinas. Los rutas, detrás. Sin quitarle ojo. El hombre mira insistentemente los bolsos que le rodean. No hay sitio, pero él se retuerce buscando la mejor perspectiva. Una mujer latinoamericana se lo huele y recoloca el bolso: del sobaco al pecho, bien prieto.
Al final, el hombre consigue abrir una cremallera, pero la propietaria se baja y, con ella, uno de los policías. "Mírese el bolso, se lo han abierto", le informa. La mujer rebusca, nerviosa, pero todo está en su sitio. Última parada: Atocha. El hombre se baja y el otro policía enseña la placa. "A ver qué llevas ahí". Lo cachea. Nada. Tiene que dejarlo ir. La tarde ha sido poco productiva para estos dos rutas, que se mueven por Madrid en una furgoneta blanca con el logo de una empresa que no existe. Pero sus compañeros no han parado: la Policía Municipal ha auxiliado a 21 personas enfermas, ha llevado a comisaría a 11 más (tanto detenidas como para identificarlas), ha recuperado cuatro vehículos robados y ha intervenido en tres robos en tiendas y casas.
Suena un pitido en el coche de mando que conduce Fernando, técnico de emergencias. A su lado, Rosa consulta el tetra, el sistema de avisos y comunicación del Samur. "Es un 2.13". O sea, una posible agresión sexual. Volando hacia Almagro, 9. Ya está allí una ambulancia, con una mujer menuda, latinoamericana de unos 20 años, dentro. Muy alterada. Llega su marido; viven al lado. Se explica a trompicones. Un grupo de cuatro o cinco hombres la ha empujado hacia el porche del edificio de la Mutua Madrileña, ya abandonado. Tiene algunos golpes, le han rasgado la camiseta y bajado los pantalones, pero ha conseguido ahuyentarlos.
Biiiip. Código 3.4: convulsiones. Al llegar al paseo de La Habana, 3, dos hombres trajeados de rasgos asiáticos hacen señas y conducen a los sanitarios hacia el interior de un restaurante tailandés. Tras varios tramos de escaleras, en la cocina, una mujer joven respira con dificultad tendida sobre dos sillas. Tiene las manos agarrotadas y la mirada perdida. Un hombre la sujeta por los hombros para que no se caiga mientras otro le mete la mano en la boca, por si se traga la lengua. No entiende a Rosa, que lo intenta en inglés. "You have to calm down" ("Tienes que calmarte"), le repite mientras le pasa la mano por el pelo y le coloca una bolsa de plástico para que respire dentro.
"Está hiperventilando. Parece una crisis de ansiedad". Hace un calor sofocante. La chica consigue decir que se llama Marjorie. Es camarera. Acabó su turno, se cambió de ropa y se desmayó, cuenta el que parece el jefe. Otra camarera da más datos: tiene 22 años, lleva tres en Madrid y podría tener problemas cardiacos. ¿Es tailandesa? "Aquí somos todos filipinos", sonríe. Descartado el corazón, Marjorie se tranquiliza y se la llevan a La Paz. Por si acaso.
Con José Ángel la cosa está más difícil. El chaval, dominicano de 19 años, se niega a salir. Y eso que tiene una brecha de cinco centímetros en la cabeza.
-Soy enfermera. Estamos para ayudarte. Tienes una herida fea. Hay que coserla -prueba Rosa.
-No, no -insiste, tozudo, el chaval.
-Hay que ir al hospital para que le den puntos.
-¿Pa'qué? Si esto se cura solo -silabea con la cadencia del que lleva demasiado alcohol encima.
Le han dado un botellazo. Él cuenta que además le han robado el móvil. A saber. Los policías municipales tampoco tienen muy claro qué ha pasado. En el asiento trasero del coche patrulla están los dos que presuntamente le han agredido. Varios testigos oyeron gritos y vieron una persecución en la glorieta de Pirámides. Resulta que José Ángel -pelo afro, tatuajes y maxicinturón Dolce&Gabba-na falso- es viejo conocido de los policías. "Venga, vamos a tu casa a por la documentación. ¿Te acuerdas? Estuvimos ayer". Finalmente los sanitarios le convencen. Pone como condición que le acompañe un amigo, tampoco muy sobrio, y se deja llevar a la Fundación Jiménez Díaz. Y eso que no ha pasado nada.
Nada significó, para los bomberos de Madrid, 76 intervenciones. Fueron 35 incendios, muchos de pastos. Otros 22 daños en viviendas (cornisas, ramas, tuberías...), 14 salvamentos y 4 incidencias en la vía pública, entre otros. Un coche volcó a las diez de la mañana, con una madre y su bebé dentro. Los sacaron los transeúntes que pasaban por allí. Estaban bien. Así son la mayor parte de sus salidas. Contenedores o papeleras quemados, ancianos que se caen en sus casas y hay que rescatar, llaves que han ido a parar a una alcantarilla...
La actividad escasea esta mañana en el parque 9. Llega la hora de comer... y el aviso. Un vertido de hidrocarburos en Islas Cíes con Isla de Tabarca. La ensalada se queda a medias. El comedor se vacía en segundos. "Tenemos el vehículo en la calle en menos de un minuto", apunta orgulloso Enrique Martínez Pavón, suboficial del parque. Un camión cisterna de Cepsa que estaba cargando gasóleo en el depósito de una comunidad de vecinos ha vertido, calculan, 22.000 litros. El combustible ha rebasado por los sumideros, tapiza la calle y se cuela por las alcantarillas. "Ahora hay que partirse la cara con Cepsa para que nos lo devuelva", se lamenta un vecino. "Y somos una comunidad poco boyante, con muchos mayores...".
Los bomberos encienden la plancha, calientan el filete, empuñan cuchillo y tenedor y... otro aviso. Felipe, de 17 años, se ha quedado en el ascensor, entre el segundo y el tercero. Sus amigos, que esperan en la portería, alucinan cuando ven aparecer el camión, del que se bajan cinco tiarrones con el equipo completo. Todo ese despliegue para sacar a Felipe. Casi nada. En ello están cuando llega el antiguo presidente de la escalera. "Apretando aquí, metiendo un punzón o algo, se abre", informa a la concurrencia. Efectivamente. Se abren las puertas. Felipe apenas se inmuta. Llevaba 20 minutos encerrado.
"Vemos los submundos de Madrid", dice Rosa, rozando las cuatro de la madrugada. Y eso que todavía no han llegado a Usera, donde colean las consecuencias de una reyerta entre dos familias enfrentadas que viven en la misma calle. Hay un hombre con un corte en el cuello y otro, con cortes en las manos. "El puto gitano. Me cago en sus muertos. Cuando salga...", masculla el primero, nerviosísimo, todo vestido de blanco y cargado de cadenas, mientras le atienden en la ambulancia. En la calle le espera la familia gitana... Y ocho agentes del Cuerpo Nacional de Policía, que cuentan que el lío empezó porque el de blanco le dio un bofetón al hijo de nueve años del gitano. Medió la madre; después, el padre. Y ahí aparecieron las armas. "Pues como esto, todos los días", resume, indiferente, un policía.
'Romeo y Julieta' en caló
Se habían "puesto novios" hacía unos días, contó la tía de la chica. Y él, un gitano de apenas 18 años, se fue a dormir a casa de ella, algo más joven, en Villaverde Alto. Ya es mediodía cuando aparece el padre de él blandiendo la garrota. Otra mujer, quizá la tía, se presenta con unas tijeras en la mano, amenazante. Y se lía. Las dos familias están enfrentadas. Lo de los chavales no puede ser. El chico salta por la ventana. Se agarra como puede a las cuerdas de tender, pero ceden. Arriba, la chica sufre una crisis de ansiedad. Abajo, las dos familias se enzarzan. La policía pone orden. El Samur tiene que atender a la madre, a la tía y a la abuela de la chica, atacadas de los nervios. Era un segundo piso. Romeo sólo tiene contusiones, pero se lo llevan al 12 de Octubre. Le preguntan a la chica si quiere ir a verle. "Uf, no puedo, me matan".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.