Crimen y castigo
Llevo un tiempo visitando presos en centros penitenciarios españoles, como lo hacía en Francia años atrás, y creo que la situación se hace cada vez más difícil para las personas privadas de libertad, a lo que se suma el continuo aumento del número de presos y del tiempo de sus condenas. La deducción lógica que sigue a esta situación es la complicación de la labor de todos los actores que forman parte del mundo penitenciario, teniendo también consecuencias sobre los altos índices de reincidencia. Está lejos de mí la idea de una indulgencia melosa o de victimización ingenua hacia la persona reclusa. Se trata de un llamamiento al realismo, a la responsabilidad y madurez de toda una sociedad hacia unos ciudadanos aislados por un tiempo de ella.
La madurez de una sociedad se mide también por su capacidad para gestionar sus cárceles
Mientras oímos cada vez más voces, legítimas y justificadas en ciertos casos, pidiendo más protección y, por tanto, más castigo, se están apagando silenciosamente ideas del humanitarismo penal como la reinserción social, el tratamiento personal o el mínimo respeto a los derechos fundamentales de las personas momentáneamente entre rejas, olvidando que el mandato fundamental que debe presidir la fase de ejecución penal es la reinserción. Parece ser que inconsciente o conscientemente aceptamos la idea de que el preso, por ser preso, tiene que pasarlo mal, como si no fuera suficiente la privación de libertad.
Esta situación, que debiera presidir la normalidad penal, no se constata cuando observamos que el sistema pensado para la reintegración del individuo se ha convertido y corrompido de tal manera que se ha vuelto él mismo un generador de corrupción y exclusión, fomentando el efecto contrario al pretendido, que es la reeducación y reinserción del individuo. Un sistema donde el que tiene dinero sigue siendo muy favorecido, donde el fuerte domina al débil, donde el mercado de todo tipo de drogas es de lo más fructífero, donde se regatea el precio de mercancías supuestamente prohibidas como los móviles. ¿Qué sentido de derecho, justicia y respeto hacia el prójimo se va desarrollando en la cárcel?
Lo que descubrimos en realidad detrás de los muros de la prisión es la visión microscópica del funcionamiento de una sociedad, un espejo que revela a nuestras democracias su cuestionable desarrollo. Nuestra incapacidad de gestión de esta microsociedad nos da la medida de nuestro verdadero entendimiento de la naturaleza humana, nos interroga sobre la dignidad y la debilidad del hombre, sobre su sentido de la responsabilidad, sus capacidades para fingir, mentir y hacer recaer la responsabilidad en los demás.
Acaso pensamos que todos estos bumeranes lanzados detrás de los muros no volverán. Hablamos de personas de carne y hueso, con historias personales, únicas. Saldrán afectadas por su experiencia. Pienso en ese joven, para nada un delincuente, que entra por primera vez en prisión tras un error en su trayectoria y se ve sumergido en aguas turbias, sin más recurso que aprender a nadar en ellas, asimilando así los rudimentos de la delincuencia. No debemos olvidar el viejo dicho que nos aconseja jamás decir de ese agua no beberé. Desfilan por mi mente todos los que, llorando, me decían que nunca hubieran pensado caer tan bajo. No sólo es cuestión de educación; también de circunstancias de la vida.
Cuántas veces he oído a mi buen amigo Luis Chabaneix, abogado penalista, relatarme con mucha frustración sus luchas frente a una aplicación de la ley deshumanizada e impersonal, donde muy a menudo se trata de negociar la pena sin consideración de la persona. Vuelvo a visitar a Carlos en la cárcel, porque fue reintroducido entre rejas por no haber cumplido con una obligación -no arriesgada para nadie- y no respetar una regla de conducta.
También podría hablar del "doble castigo" del preso extranjero a la hora de reflexionar sobre la inmigración. Puedo mencionar ejemplos de denegación de derechos fundamentales reconocidos en la Ley Orgánica General Penitenciaria, como los permisos o la libertad condicional, por el sencillo hecho de que se trata de extranjeros, arguyendo el riesgo de fuga o la fecha de cumplimiento de pena lejana. A la hora de un consenso sobre la Constitución Europea, parece que los centros penitenciarios estén todavía fuera de esa preocupación. Evocar el caso de los africanos haría mucho más desolador el análisis, pues están aún más aislados jurídica y emocionalmente.
Esta penosa situación no es específica de España, sino que afecta a casi toda Europa, pero teniendo en cuenta el aumento de derechos promovidos por el Gobierno actual en beneficio de diversos colectivos, desearía que España fuese, también en este campo, el promotor de un verdadero cambio de las mentalidades. Ése es mi anhelo y ciertamente el de la mayoría de las personas circunstancialmente privadas de libertad.
La problemática carcelaria se inscribe dentro de una dimensión política, económica y social, pero también humana y espiritual, creo yo. "Todo el mundo quiere cambiar la humanidad, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo", decía León Tolstói. La madurez de una sociedad se mide también por su capacidad para gestionar sus cárceles. Es tiempo de hacer frente al problema, no sólo castigando más y por más tiempo, sino reflexionando sobre el mandato reinsertador que preside la fase de ejecución penal y haciendo de ese mandato una preocupación auténtica.
Frederic Sánchez es capellán de prisiones francés.
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