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Columna
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Otra guerra de verano

Al calificar así el conflicto armado que se libró el pasado mes de agosto en la zona del Cáucaso, no pretendo de ningún modo disminuir su importancia o desdeñar sus repercusiones. Me limito a emparentar, en cierta forma, el reciente choque ruso-georgiano con otros enfrentamientos bélicos que, durante los últimos lustros, han sorprendido a las cancillerías en plena somnolencia estival y han dado pasto a unos medios de comunicación cortos de noticias, además de alterar la fisonomía de determinados avisperos internacionales. Estoy pensando sobre todo en la guerra de julio-agosto de 2006 entre el Hezbollah libanés e Israel, o en la campaña relámpago que, del 4 al 8 de agosto de 1995, permitió a las tropas croatas reconquistar la Krajina de Knin, derrotando a las milicias serbias que controlaban la región desde la implosión yugoslava de 1991.

Reconforta que ningún nacionalista catalán ha dicho sentirse ni georgiano, ni surosetio, ni abjazo

De hecho, tengo para mí que este último episodio fue el modelo, el referente inspirador de la actuación, el mes pasado, del temerario presidente Mijaíl Saakashvili: si 13 años atrás el flamante ejército croata de Franjo Tudjman, equipado y entrenado por los norteamericanos, pudo aplastar en pocos días a los separatistas serbios de la Krajina y, de paso, desbloquear la situación en la vecina Bosnia hasta conducir a los acuerdos de Dayton, ¿por qué las fuerzas georgianas, con los mismos proveedores y asesores, no podían hacerse por sorpresa con la separatista Osetia del Sur y, a la vez, provocar una mediación internacional que resolviese también la enquistada secesión de Abjazia? Pero, claro, Saakashvili no es Tudjman -mientras éste era un militar de carrera, aquél es un cantamañanas- y, sobre todo, la gran Serbia de Milosevic y Karadzic en 1995 tenía poco que ver con la -ésta sí- gran Rusia de Putin en 2008. De ahí el distinto desenlace de ambas crisis, y la humillante derrota georgiana.

Parece claro, pues, que en los confines osetio-georgianos el pasado 7 de agosto -igual que en la frontera israelo-libanesa el 12 de julio de 2006- fue el débil quien atacó al fuerte, aunque después este hecho haya sido objeto de toda clase de tergiversaciones. También en ambos casos la intoxicación informativa fue temprana y abundante, aunque poco subrayada por los medios: para justificar su contundente reacción militar, las fuentes rusas hablaron inicialmente de 1.600 muertos civiles en Tsjinvali, la capital surosetia. Después, una vez alcanzada la victoria, el propio Kremlin ha rebajado la cifra a 133, lo que, a falta de un cálculo independiente, no es pequeña rectificación... En todo caso, una Rusia envalentonada por su supremacía energética ha sacado pingües beneficios del torpe chovinismo georgiano, de la incapacidad de los gobernantes de Tbilisi para gestionar la heterogeneidad del país: la exhibición de músculo militar, la represalia por Kosovo, el desafío a Estados Unidos y a la Unión Europea, la advertencia-amenaza a todas las repúblicas ex soviéticas y del antiguo bloque, el reforzamiento del liderazgo de Putin con su acólito Medvédev...

Luego están, aunque infinitamente menos importantes, los ecos de opinión que la crisis caucásica ha tenido entre nosotros. Hasta donde he alcanzado a leer y a escuchar, en estas últimas semanas ningún nacionalista catalán ha dicho sentirse ni georgiano, ni surosetio, ni abjazo, lo cual es reconfortante. En cambio, algunos conspicuos antinacionalistas catalanes no han podido resistir la tentación de hurgar entre la chatarra bélica del Cáucaso, a la búsqueda de munición argumental para sus tesis de siempre. Han encontrado nuevas evidencias de lo malo que es el "delirio nacionalista"..., pero sólo el georgiano; sobre la escalada nacionalista gran-rusa que Vladimir Putin alienta y encabeza desde el año 2000, ni media palabra. Han denunciado "la obsesión de la integridad territorial" que aqueja a Saakashvili frente a Abjazia y Osetia del Sur, no la de Putin con respecto a Chechenia, o -toutes distances gardées- la que sufren tantos políticos e intelectuales españoles en relación con Euskadi, o Cataluña.

Mención aparte merece un connotado articulista local y docente universitario al que el conflicto ruso-georgiano le ha permitido exhibir una vez más sus fobias y, por el mismo precio, practicar alguna pirueta chocante. La primera de esas fobias es el anti-americanismo, sentimiento que en su día llevó a nuestro catedrático a simpatizar con el benéfico Sadam Hussein, y más adelante a ver en el angelical Slobodan Milosevic a una víctima de los crímenes de la OTAN. Ahora, y anticipándose incluso a las acusaciones de Putin, ha despachado el disparate de Saakashvili como "el último error de Bush en política exterior", cuando todos los expertos solventes -por ejemplo, el profesor Francisco Veiga en estas mismas páginas- descartan que Washington espoleara, o siquiera que conociese la orden de ataque del presidente de Georgia.

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La otra obsesión del opinador de marras es la denuncia de esos nacionalismos que él tacha de divisivos y fragmentadores, basados en la etnia, la lengua o la religión y antagónicos con el sagrado concepto de ciudadanía. Mas he aquí que, en este verano de 2008, la defensa de las tesis rusas ha llevado al afamado jurista a subrayar que los osetios y los abjazos "son étnicamente distintos de los georgianos", a sostener su derecho a la secesión y a no objetar el reconocimiento, por parte de Moscú, de ambos territorios como Estados independientes. Para alguien que ha abominado tanto de los micronacionalismos, que niega enfáticamente a catalanes o vascos el derecho de autodeterminación, ¡qué curioso asentir a la independencia política de 100.000 abjazos y de 60.000 o 70.000 surosetios!

Todo sea por alinearse siempre con el más fuerte y contra el débil: con Sadam Hussein contra los kuwaitíes, con Milosevic contra bosnios y kosovares, con Putin contra los georgianos... Si me apuran, hasta con el vicepresidente Solbes frente al consejero Castells.

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