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Columna
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La moto

La moto nunca me pareció de fiar. Al principio pensé que mis recelos guardaban relación con la falta de fe en el principio físico que mantiene en pie los anillos en movimiento, pero eso no me ocurre con la bicicleta y el fundamento es el mismo. Creo que en mi rechazo concurren otros factores más relacionados con la química que con la física. El primer muerto que vi en mi vida fue un motero. Era un chaval de 20 años que viajaba en su flamante Bultaco para acudir a una competición. Se salió de la carretera y quedó ensartado como un pincho en una de las varas del carro contra el que fue a estrellarse. Todo el pueblo en el que yo veraneaba desfiló por la minúscula morgue para ver el cadáver de aquel chico que parecía dormir plácidamente envuelto en la venda que sujetaba sus intestinos. Pasarían 20 años antes de que me tocara ver a otro joven motorista rodar por la Castellana y dejarse la vida en el asfalto.

La emulación de los campeones del motorismo deportivo es evidente en las carreteras

Éstas y otras experiencias personales pueden haber definido mis prejuicios. Sea como fuere, ahora se consolidan al registrar la moto en España unos índices de siniestralidad realmente escandalosos. Es verdad que el parque de motocicletas aumentó más de un 40% en los últimos cuatro años, pero ese porcentaje está muy lejos del casi 90% en que se han incrementado las víctimas mortales. Son cifras que contrastan con el descenso experimentado a nivel global por la mortalidad en carretera, de forma y manera que a día de hoy el riesgo de morir en accidente de tráfico sobre una moto es 17 veces mayor que dentro de un coche.

Está bien que la Dirección General de Tráfico monte campañas para que los automovilistas tengan el mayor cuidado posible con las motos, pero los primeros que deben tomar conciencia de los riesgos son los moteros. El empeño de las asociaciones de motoristas en denunciar la peligrosidad de los guardarraíles y la imprudencia del resto de los conductores jamás debería escamotear el que la causa principal de esos siniestros es la temeridad, cuando no agresividad, con que ruedan una buena parte de los que van en moto. Por supuesto que hay mucha gente cabal que sabe lo que hace y lo que se juega, pero son multitud los que conciben la conducción sobre dos ruedas como un ejercicio de reafirmación personal o un generador de emociones. Tipos a los que les gusta correr y mover la máquina como en la práctica de un deporte de riesgo. Quién no les ha visto pasar como misiles brujuleando a pocos centímetros de nuestros parachoques y jugándose el pellejo propio y ajeno. Su perfil está bien definido por las estadísticas de la DGT: varones entre 26 y 45 años a bordo de una moto con menos de tres años de antigüedad y más de 500 centímetros cúbicos. Ellos acaparan la mayoría de los accidentes mortales y el exceso de velocidad aparece como la causa determinante en casi la mitad de los casos. Son datos incontestables que, nos guste o no, tienen mucho que ver con la moda de las carreras profesionales y el éxito de nuestros deportistas. La emulación de los campeones del motorismo deportivo es tan evidente en las carreteras españolas que resulta disparatado soslayarla.

La moto, especialmente en ciudad, es una magnífica alternativa de movilidad y un extraordinario medio de locomoción para el que se sienta diestro y responsable en la conducción. Desde luego que a los automovilistas hay que exigirles el máximo cuidado y respeto para quienes el parachoques es su propio cuerpo, pero tal exigencia carece de sentido si los moteros no asumen que nadie como ellos mismos puede proteger su vida.

Hay ciudades en el mundo, especialmente en los países emergentes de Asia, donde más del 90% de los desplazamientos se realizan en moto. Vietnam es un ejemplo y allí es frecuente utilizar una moto-taxi para desplazamientos urbanos. En una de las ocasiones que utilicé allí este práctico servicio observé que el motorista sólo agarraba el manillar con su mano izquierda. Asomé la cabeza por encima de su hombro y ante mi sorpresa advertí que con la derecha sujetaba un bebé de apenas un año. El pequeño era su hijo y para aquel hombre llevarlo en la moto era la única forma posible de conciliar las vidas laboral y familiar. Cogí esa misma moto-taxi con bebé incluido en un par de ocasiones más. Con ambos recorrí calles y avenidas atestadas de tráfico, pero aquel tipo pilotaba a una mano con tal destreza y prudencia que no tuve sensación alguna de inseguridad. El peligro nunca es el vehículo, sino quien lo conduce.

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