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Reportaje:A TRAVÉS DEL PAISAJE

Soñar Morella

Cuando soñamos Morella se nos viene al pensamiento un mágico castillo, ese ideal que todos imaginamos en lo alto de una montaña, con la nítida figura recortada en los cielos, las torres y murallas cumpliendo con su obligación estética, las almenas firmes, mas dejando ver entre sus huecos al enemigo que huye, y la que llaman torre del homenaje enhiesta e inexpugnable, como era su obligación. Al pie del castillo, el pueblo, con sus calles medievales y sus soportales, claro indicio del frío que acomete esos lugares las largas noches de invierno. Iglesias y monumentos se entrecruzan con las tiendas donde se expende artesanía textil o cerámica, que ambas tienen larga tradición en la comarca. Y alrededor, montes, de más de mil metros de altitud, con los habituales árboles que se dan en esas cumbres y laderas: pinos y monte bajo, y carrascas, y de alguna otra especie, cuyo nombre ocultaremos de forma provisional.

Dos ríos riegan la comarca de Els Ports, donde se instala Morella, el Bergantes y el Cérvol, que forman a su abrupto paso bellas imágenes panorámicas.

El castillo, parece obligado, tuvo alguna utilidad mayor que el dar placer a la vista, y fue sucesivamente ocupado y desalojado, en largas o cortas estancias, por bárbaros y romanos, cartagineses, moros y cristianos, carlistas y felipistas, con los grandes nombres resonando bajo las bóvedas: Mardonio, Quinto Sartorio, El Cid Campeador, Sancho Ramírez, Alfonso y Jaime I, Blasco de Alagón, Ramón Berenguer, y otros miles más, todos caudillos y generales.

Mas al pensar en Morella también nos viene a las mientes la mayor de las riquezas culinarias con las que soñar se pueda, nada menos que la trufa se cría en sus campos, entre piedras, debajo de la tierra y de los robles, cuyo nombre antes ocultamos. Diamante negro, perla sagrada, olorosa pepita, gema de las tierras pobres, la han llamado los más insignes escritores y gastrónomos. Su olor todo lo inunda y su sabor mejora cualquier otro acompañante, sea acuático o campestre, de esta o de otras tierras. Con ella se guisan los pollos, remetiendo entre la piel y la carne finas o gruesas lonchas del negro hongo, por lo que al resultado ha dado en llamarse demi deuil o medio luto. También el cordero, en clara sintonía con lo que la tierra cría. Y se hacen ricas sopas, como las aquí famosas que llaman de flan; o la morellana, que lleva entre sus componentes hueso de jamón, carnes y tomate, más alguna otra verdura y una porción de sémola de arroz, y que se completa y perfecciona con unos ricos buñuelos de manteca, que se adjuntan a la sopa para mayor alimento.

Pero donde mayores triunfos consigue la trufa es consigo misma y livianos aderezos. Copio a Alain Ducasse, galardonado cocinero: "Por mi parte, la trufa me gusta cruda, entera o bien cortada fina, aplastada con el tenedor, cortada en daditos, o en láminas, en jugo y a la vinagreta, en sopa, en ensalada, fría pero también tibia, como en la deliciosa alianza de la trufa y la patata, una delicia única, cuya rusticidad se puede realzar mediante un tomate confitado".

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